Nuestro universo y la misión Euclid
La calidad, la grandeza de espíritu, la curiosidad intelectual, la búsqueda de nuevos horizontes, y otras actitudes positivas similares han desaparecido, se han esfumado de la convivencia ciudadana en España y otros países europeos. El simplismo, es decir, la toma en consideración de solo aspectos parciales de los temas, domina claramente la escena que vivimos.Está claro que padecemos una crisis profunda de liderazgos culturales, políticos y científicos, y que reside ahí la raíz del problema. Pero aún así la sociedad civil puede reaccionar con fuerza y superar las limitaciones que nos imponen y nos imponemos, para entender y aceptar en su totalidad los cambios ingentes que están en marcha.Un primer tema: dedicamos poco tiempo a conocer el verdadero papel que jugamos en el universo. Debería ser una asignatura necesaria en el mundo educativo y no sólo en cátedras especializadas. Los seres humanos tendríamos que conocer a fondo cuáles son las realidades físicas en las que habitamos y como afectan a nuestro cuerpo y a nuestra mente, y a la humanidad en general. Ello permitiría una nueva época dominada por una curiosidad intelectual hambrienta de nuevas ideas y conocimientos.Un primer y decisivo ejercicio mental sería el de aceptar que no parece lógico pensar que la Tierra sea el único planeta del mundo en el que habita vida inteligente. La ciencia acepta, sin reservas, esta afirmación y ya se han puesto en marcha muchos experimentos para establecer contactos con otras posibles civilizaciones. Sería maravilloso que, a poder ser, esos contactos tuvieran éxito porque ello nos obligaría a perder, o al menos a poner en cuestión, esta sensación que tenemos de ser los únicos amos y señores del universo. Sería un ejercicio de humildad muy saludable.No puede inquietarnos ni asustarnos el hecho indudable de que tienen que existir miles de planetas o cuerpos en el universo que hayan desarrollado habilidades y capacidades similares o superiores a los de la Tierra. Muy al contrario, este dato debe alegrar nuestra existencia ante la idea de que en algún momento podremos interactuar y enriquecernos de estos contactos.Por de pronto, ya está en los cielos el telescopio espacial Euclid , que entre otras muchas tareas, tiene la misión de precisar la distancia de unos 2.000 millones de galaxias, unas galaxias que observaremos no como son en la actualidad sino como eran en el pasado. La idea de jugar al mismo tiempo con el presente, el pasado y el futuro es siempre muy atractiva, pero puede ser un juego peligroso si no se maneja con responsabilidad intelectual.La sonda Euclid , con un presupuesto de quinientos millones de euros, nos puede ayudar de muchas maneras, siendo las más principales, pero no las únicas, las dos siguientes: de un lado, conocer más precisamente la historia y el posible futuro de la expansión del universo, y, de otro, tener una mejor comprensión de la energía y de la materia obscura. De ahí que sea muy importante que se haya creado un consorcio de más de 1.200 personas trabajando en más de cien laboratorios –uno de ellos en España–, localizados en Europa, Canadá y Estados Unidos. Estos laboratorios tendrán capacidad para observar del orden de diez mil millones de objetos astronómicos, lo que facilitará gradualmente las misiones espaciales que puedan programarse en el futuro.Vamos a preparar nuestra mente para una nueva actitud frente a un cosmos en continua expansión que puede depararnos sorpresas científicas, sociales y culturales que afectarían, ‘velis nolis’, a nuestros comportamientos y a nuestros objetivos. Hagámoslo sin miedo alguno. Hay que salir de este provincianismo terráqueo. Hay que aventurarse en el infinito.Infinito y eternidad son dos conceptos en los que la mente humana se mueve con dificultad e incluso con desconfianza y cierto temor, pero no hay otro remedio que acostumbrarse a pensar en lo que significan, aun dando por seguro que es, en gran medida, un empeño inútil y estéril. No tenemos los humanos capacidad cerebral suficiente para manejarlos con habilidad.La conexión entre humanismo y ciencia sigue siendo en nuestro tiempo un tema clave y también un tema difícil de abarcar que está vinculado, de un lado, al debate que abrió el físico y novelista británico Charles Percy Snow en 1959 con su discurso sobre la incomunicación entre las dos culturas, y de otro, a la cuestión de los límites de la capacidad del ser humano para entender, asumir y adaptarse a los cambios en general y en concreto a los científicos y tecnológicos.Snow se inclinaba claramente por la superioridad de la cultura científica, aunque afirmaba que la interdisciplinariedad era necesaria para afrontar los problemas de la humanidad. Se expresaba así: «Cuando los no científicos oyen hablar de científicos que no han leído una obra importante de la literatura, sueltan una risita entre burlona y compasiva. Los desestiman como especialistas ignorantes. Una o dos veces me he visto provocado y he preguntado a los nos científicos cuántos de ellos eran capaces de enunciar el segundo principio de la termodinámica. La respuesta fue también negativa y sin embargo es más o menos el equivalente científico de ¿ha leído Vd. alguna obra de Shakespeare?». Desde entonces hasta ahora el debate sigue vivo y caliente y en él han participado muchos pensadores de ambos bandos. En el mundo anglosajón se han producido avances positivos en el sentido de mejorar la intercomunicación. En Europa en su conjunto, y muy intensamente en España, la situación es todavía sorprendentemente negativa. La elección entre ciencias y letras, entre técnica y humanidades, sigue siendo en el mundo educativo y muy intensamente en el mundo académico, una elección obligada que implica la exclusión de una de las dos culturas. Vamos por lo tanto a evitar esa exclusión y a enriquecernos con ambas culturas. Realmente, es un objetivo perfectamente asequible.SOBRE EL AUTOR Antonio Garrigues Walker es jurista