Edmundo González, ocho millones de veces

El vencedor de las elecciones presidenciales venezolanas, Edmundo González embarcó en un avión de la Fuerza Aérea Española y aterrizó en Madrid, pista central de las desilusiones de su pueblo. En los semáforos del Barrio de Salamanca aceleran sus motillos unos ‘riders’ caraqueños que te hablan desde el futuro de cómo la izquierda populista puede devorar tu país. Por Moncloa discurre un Orinoco de tinieblas, un río fantasma, oscuro y fecundo, inabarcable como la relación de Rodríguez Zapatero con el régimen de Caracas. La recepción presidencial a González, sin anuncio ni fotógrafos de la prensa, mezcla en proporciones sanchistas honores y humillación. En lo internacional, como en lo de aquí, Sánchez es un mono con dos pistolas. Lo mismo alaba la lucha de González que manda a Zetapé a cocinarle a Maduro Dios sabe qué picadillos. También con lo de China apoyó los aranceles a los coches eléctricos y ahora promete a Xi luchar contra esos mismos aranceles. El sanchismo, hijo bembón y guayabo del zapaterismo, consiste en ponerse constantemente del lado del enemigo de su país y así va adquiriendo el discreto encanto del follador-conciliador, ese amiguete ‘güenagente’, cómplice de dictadores con bigotón y socio de investidura de exterroristas, si es que esa condición se puede abandonar de alguna manera. Dijo Karina que Venezuela estaba sola, y tenía razón. Frente a un tirano, todos estamos solos, como lo estamos frente al toro. Un día, de noche, tienes que dejar tu país porque te robaron las elecciones y ahora te pueden mangar la vida. Piensas en todosNoticia Relacionada DESPUÉS, ‘NAIDE’ opinion Si Celebración del náufrago rico Chapu Apaolaza De todos los ricos, el del yate es el más odiado. En este país, ancestral nido de celosos, todas las desgracias que les sucedan a los opulentos les están bien empleadas esos que desaparecieron, los que cayeron por la ventana de las comisarías, los que un buen día se resbalaron y se precipitaron por el hueco de las escaleras. En todos de los que no se supo más, esfumados, torturados, quién sabe. Lo peor sería que la desgracia ni siquiera te sucediera a tu ti, y que fueran a por los tuyos esos monstruos, eunucos, babas, aliento y pistolas con cañones que encierran una eterna negrura. Como poco, te pueden meter en la cárcel –te caerían 30 años-, y entonces decides irte. Dejas tu casa, tus amigos, las calles y plazas en las que fuiste feliz. Camino al aeropuerto de madrugada, se sucede un viacrucis de farolas por las cunetas de las afueras de la ciudad por las que marchaba el pueblo hace unas semanas encendido por una esperanza que hoy se te desmorona. Desde lo alto de la escalerilla, te giras y sobre el hombro echas el último vistazo a lo que abandonas y te despides de la luz, de los olores, los ruidos, los sabores, la música, el aire, los amigos, los familiares, los escenarios de tus felicidades y el resto de las cosas que dan cuerpo a una patria. En adelante, ninguna tierra será tu tierra. Ningún hogar será tu hogar. Tú nunca volverás a ser el mismo. Te dices que pronto cambiarán las cosas y podrás regresar, pero los fantasmas de la desdicha te susurran que no: no volverás nunca. Eso es Venezuela. Ocho millones de veces.

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