Tras bastidores de la redacción de EL PAÍS
Hay historias de periodistas que si uno tiene suerte, escucha en la cafetería, en el bar, en un cigarro o en una cena de Navidad. Porque los textos no suelen arrancar con el agobio que produce no tener nada para entregar a tu jefe y que se te ocurra a última hora una idea brillante, aunque eso suponga echar a los leones la intimidad de tu amigo. Tampoco con la cara que se le queda a una después de que una entrevistada te suelte no solo un gran titular, sino una confesión que se queda rebotando de camino a casa. No siempre cabe en un reportaje la aceptación radical de un adolescente de que prefiere morirse a quedarse en su país. O de cómo un hombre que había sido abusado por un cura cuando era niño elige a EL PAÍS para contarle su historia porque el día en que el sacerdote dejó de tocarlo, su padre llevaba un ejemplar del periódico debajo del brazo.