El momento surrealista

Hace cien años, día arriba, día abajo, el poeta André Breton publicó su primer manifiesto del surrealismo , al que siguió en 1929 una secuela conocida como ‘Segundo manifiesto’. En el primero, Breton adelanta una definición formal del movimiento; en el segundo, proclama que el acto surrealista por excelencia consiste en descender a la calle y, revólver en mano, disparar contra la multitud embrutecida por los usos de la sociedad burguesa. Los futuristas Papini y Marinetti habían divulgado especies de parecido género poco antes de la Gran Guerra, lo que nos enfrenta a un caso de geminación en absoluto infrecuente en la historia de la cultura. El futurismo impregnó de hecho a los dadaístas, y Breton, lo mismo que Duchamp, debe mucho a Dada. La denuncia, no ya de la burguesía, sino de la propia civilización, agavilla a los plumíferos y pintores del momento, con resultas más bien confusas en el territorio de las ideas políticas. Unos terminarían derrotando hacia el fascismo, otros hacia el comunismo, otros hacia actitudes que cabría calificar de anarquistas. Dentro del surrealismo, hubo también divisiones. Louis Aragon apostó por Stalin; Breton, por Trotski; Giorgio de Chirico, acaso el pintor favorito de Breton, cortejó a Mussolini.Estas divergencias importan menos que la enemiga unánime al lenguaje organizado, una enemiga que continúa ensombreciendo en el día de hoy el mundo de la expresión. La repulsa, en el caso de los surrealistas, asumió formas cuyo espíritu y desarrollo encuentran una formulación explícita en el primer manifiesto. Breton , invocando un modelo que nos remite al oráculo de Delfos y que habían repristinado con eficacia los románticos, se representa al poeta, una especie de Pitia, acometido de pulsiones, o más bien convulsiones, que proceden de su interior y que rematan en una explosión verbal. Esta fantasía no es solo eso, una fantasía. Sirve también para plasmar una poética. Cito al proprio Breton en el primer manifiesto: «Surrealismo: Automatismo síquico puro por el cual buscamos expresar, bien verbalmente, bien por escrito, bien de cualquier otra manera, el funcionamiento real del pensamiento. Dictado del pensamiento, en ausencia de todo tipo de control ejercido por la razón, y ajeno a toda preocupación estética o moral».¿Algo que objetar? Sí. Dos individuos no podrán comunicarse, si no usan palabras inventariadas en los usos lingüísticos o en el diccionario, esto es, si no hablan convencionalmente. Pero el espontaneísmo surrealista opone lo convencional a lo expresivo y nos coloca por lo tanto ante un dilema cornudo: o el poeta se vale de las palabras como los demás, y entonces no acertará a exteriorizar su yo auténtico, o elige la originalidad integral, en cuyo caso será sincero, aunque no inteligible.En cualquiera de las dos hipótesis, la transmisión de sentido se cancela. En su primer manifiesto, Breton rememora los experimentos psico-literarios a los que, a poco de concluida la Gran Guerra, se habían entregado su amigo Soupault y él y que más tarde serían compilados bajo el título de ‘Les champs magnétiques’, una antología de textos de 1920. En ellos campea, como ‘leitmotiv’, la escritura automática, modalidad principal del surrealismo ejecutivo. Soupault y Breton, sentados pluma en mano frente a su correspondiente rimero de cuartillas, se dedicaron a garrapatear frases y palabras, indiferentes ambos a lo que el otro dijera o dejase de decir. No asistimos, es evidente, a un diálogo, sino a una yuxtaposición de monólogos.No debe sorprendernos que, dada esta concepción de lo que es dialogar, el parlamento o los mecanismos de interlocución característicos de las democracias liberales sedujesen poco a los surrealistas. Tampoco, que desdeñasen la circunspección y respeto hacia los demás que suelen informar el comportamiento político allí donde se reconoce una misma ley para todos. En el manifiesto de 1924 se perciben, igualmente, detalles, fugas, que de alguna manera anuncian a la sociedad deshumanizada de los treinta y cuarenta. Un botón de muestra: Breton identifica a los poetas ganados para la causa surrealista con «aparatos registradores» en los que se van imprimiendo ecos, sensaciones, voces. La vieja metáfora délfica, con sus connotaciones teúrgicas, se convierte de pronto en otra cosa: el vate en trance, transmutado en androide, evoca a esos muñecos articulados que De Chirico solía colocar en mitad de una plaza vacía. Y es que los surrealistas tuvieron un pie puesto en lo maravilloso, y el otro en la barbarie. Su poética, en particular, es bárbara. Suprime el oficio en materia de creación plástica o literaria y consagra el espasmo lunático como principal arbitrio expresivo.Voy a lo positivo: el surrealismo ha traspasado el perímetro en que suelen estar encerrados los movimientos poéticos o plástico al uso. Lo evidencia el hecho de que ‘surrealista’ se haya incorporado al depósito de voces que la gente emplea todos los días. Noventa y nueve de cada cien personas que califican de surrealista a un individuo o un acontecimiento ignoran por completo la existencia de Breton, de los dos manifiestos, y de todo lo que les cuelga. De añadidura, el surrealismo ha enriquecido notablemente el repertorio de figuras y metáforas que pueblan el imaginario contemporáneo, máxime, en el terreno visual. Publicitarios, ilustradores y promotores comerciales han bebido, y siguen bebiendo, en Dalí, Magritte o Max Ernst. Pero no es esto a lo que he querido referirme aquí, sino al surrealismo como episodio cultural, con sus tematizaciones y dramatizaciones de la historia, de la moral, de la política, de la vida colectiva. La verdad, la verdad de la buena, es que Breton y sus correligionarios no fueron más tolerantes, ni más inteligentes, ni menos atrabiliarios, ni más precisos en sus ideaciones, que Marinetti, Marcel Duchamp, Mayakovski o los vanguardistas en general. Todos ellos se manifestaron contra el orden, la razón y el diálogo. Integran una excepción los cubistas, aunque menos por acción que por omisión. Braque y Picasso fueron en puridad artesanos de genio radicalmente ajenos al mundo de las ideas. Apollinaire, más intelectual, aunque un zote en materia plástica (según Braque, no sabía distinguir un Ticiano de un Rubens), se adhirió al movimiento sin influir realmente en él.El de 1924 fue un mal año. En 1924 los fascistas asesinaron a Giacomo Matteotti; Mussolini consiguió sobrevivir a la protesta de los partidos democráticos; Stalin, tras la muerte de Lenin, echó las bases de su vasto reinado de ignominia y terror. Esperemos que 2024 salga mejor.SOBRE EL AUTOR Álvaro Delgado-Gal es escritor

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