Desde Rusia con Spengler
«Buenos días, profesora Wiesehomeier». «Buenos días, profesor Cortina…». Me encuentro con ella a los pies de la torre del IE, en Madrid. Además de nuestra universidad vertical se ven otros magníficos rascacielos de cristal. Este centro financiero cuenta con los edificios más altos de Madrid. Más aún: de todo el país. Al alzar la vista hacia las cúspides contemplo cómo los rayos del día claro rebotan sobre las vidrieras. Por un momento, estas luces de la mañana me deslumbran: las mismas cegadoras reflexiones lumínicas se producen en los paisajes nevados de las cumbres alpinas. Ella y yo nos hemos encontrado en las puertas de la universidad, y marchamos juntos. Hemos terminado de dar la clase y, aun así, seguimos con ganas de hablar…—¿Ha leído el último libro de nuestra colega la profesora Milosevich ?—¿Se refiere usted a ‘El imperio zombi. Rusia y el orden mundial’? —¿A qué si no?—Pues sí. En efecto, lo acabo de terminar, profesora Wiesehomeier. La verdad es que he aprendido muchas cosas sobre la Rusia de Putin… De hecho, llevo ese libro en la mochila. Entonces, siento la imperiosa manía de citar. Así que me detengo en la avenida futurista. Lentamente, las nubes surcan el azul, bajo las azoteas de los cíclopes. Saco de mi mochila el loable trabajo de la profesora Milosevich. Mi colega alemana espera, paciente. Abro el volumen. Leo:«Por primera vez en su historia, Rusia no tiene ningún aliado en Occidente». En el curso de su larga historia, Rusia ha jugado el papel de titán de periferia: ha sido el Plutón del sistema solar llamado Europa. Tal ha sido su posición, fija, importante (freno de mongoles, de nazis…), pero descentrada. Los debates identitarios de los intelectuales de Moscú y San Petersburgo han ponderado la vía de Occidente o la de Asia. Hoy, por vez primera, con la reciente guerra de Ucrania, Rusia sólo conserva expedita una vía: Oriente. Un epígono de los partidarios de este camino geoestratégico y espiritual, Fiodor Dostoievski, aventuró al respecto en su ‘Diario de un escritor’: «Tal vez, Asia constituye la senda principal hacia nuestro futuro destino […] Allí está nuestra riqueza, nuestro océano». Bajo las torres IE, Cepsa, PwC, Emperador Castellana y la llamada de Cristal, imagino la Rusia del Kan Putin cual goleta de filibustero que suelta amarres y que se lanza a ese otro océano de llanuras a sus espaldas. Quiere ser la banderiza de China. Esto implica, para la profesora Milosevich, un desafío sin precedentes contra Occidente.El actual renacimiento de la religiosidad cristiana ortodoxa rusa tras 70 años de comunismo, la aureola imperial de Putin (celoso violento de las exrepúblicas soviéticas) y los gestos diplomáticos en el complicado tablero del nuevo orden mundial poscolonial inducen a pensar que, en efecto, Rusia está en movimiento. Dado que, al lado del pasado zarismo y del reciente bolchevismo, Putin es ideológicamente tibio y ecléctico, acaso se trate del momento en que Rusia se muestre, digamos, más transparente. ¿Qué es Rusia sin zares y sin URSS?—Es el momento oportuno para hablar de Oswald Spengler- observa ella.En 1918 y en 1922, se publicó, en dos volúmenes La decadencia de Occidente, de Spengler. Allí ensayaba el autor alemán una «morfología» de las culturas egipcia, babilónica, china, india, antigua greco-romana, mágica-oriental, azteca-maya y occidental-norteamericana y alude, de pasada, a una novena: la rusa. Todas estas culturas se irradian en las artes, las ciencias y las leyes. Son como organismos que viven unos mil años, cada uno. Spengler impugnó el esquema histórico del progreso universal y postuló una mera sucesión de estas espontáneas secuoyas del espíritu. Éstas nacen y se desarrollan. A veces se mezclan. Finalmente, decaen. Se extinguen. Spengler hizo suya la teoría de los ciclos biológicos en la cultura (que antes defendieran, en diferentes campos, Polibio, san Agustín, Scaligero o Winckelmann). Así, aztecas, romanos, chinos u occidentales gozaron de una juventud, en la cual sus valores y producciones mostraban el esplendor primaveral de una savia nueva. Fatalmente, llegan también los subsiguientes estadios. Así, en 1918 y en 1922, Spengler dictaminó el invierno de la cultura de Occidente, que denominó «fáustica». ¿Adelantó cuál iba a ser la próxima cultura hegemónica en florecer tras esta decadencia? Se cuidó de pronósticos. Diría que barajó la posibilidad de una Rusia futura: posbolchevique, evangélica y mesiánica, entonces por madurar. Me figuro que los ideólogos de Putin, como Dugin, nos escrutan desde Rusia con un tocho de Spengler en cada mano.En ‘La decadencia de Occidente, volumen I’, se afirma que la voz Europa se estableció, en sentido geográfico, para fundir Rusia con Occidente, «formando así una unidad que nada justifica». Fácilmente, esta extrañeza mutua entre ambas culturas se transforma en hostilidad. Así ocurre, juzga, en las novelas del euroasiático Dostoievski. Spengler señala que la cultura rusa es teológica, y que la salvación, en tal universo, está en un «nosotros» místico. El «yo» expresa degeneración. El símbolo eurasiático es la gran llanura de las estepas.En el volumen de 1922, Spengler opone a Tolstoi y a Dostoievksi. Tolstoi representa al eslavo que está, de alguna manera, contaminado por Occidente. «Odia a Europa en sí mismo; se odia a sí mismo. Por eso es padre del bolchevismo». Pedro el Grande, Tolstoi y Lenin (por entonces, en el poder) son figuras que desarrollan ideas forasteras sin posible arraigo perdurable. En cambio, Dostoievski es lo ruso puro. Ya ni siquiera es antioccidental: simplemente, es ajeno. ‘Crimen y castigo’ o ‘Los demonios’ tienen, según Spengler, un elemento místico cristiano ortodoxo que resulta insondable fuera de su cosmovisión.—¿Sabe una cosa?—¿Qué, estimada profesora Wiesehomeier?Pues pasa que, precisamente, ella carga en la mochila con el segundo volumen de la obra. Extrae el libro. Bajo las torres taiwanesas, formidables, sauditas, cita a Spengler. Lee esta sentencia de 1922:«El cristianismo de Dostoyevski es del próximo milenio».—¡Oh! -exclamo. Demando más explicaciones. Mi colega se encoge de hombros, al tiempo que entramos en la estación de metro de Begoña.—En efecto -responde luego- se trata del típico autor que quiere dar la impresión de sistemático, pero cuyo valor es, en el fondo, aforístico. Bueno, gracias a todas esas nebulosas, usted y yo podremos escribir luego nuestros papers.—¡Bufff! Nada de ‘papers’, se lo ruego, ¡son la decadencia! -suspiro- Me pregunto si, de acuerdo con aquellas informaciones de la profesora Milosevich y con esta profecía, emerge Dostoievskiland…—¿O más bien, Zombiland?En los oscuros corredores del subsuelo, pienso en las superficies vítreas de las torres que acabamos de dejar atrás. En todas, como en erguidos estanques, se reflejaban los progresos del celaje de Madrid. Antes de que nos despidamos ella y yo en el metro, se me ocurre que aquellas nubes pasajeras sobre los espejeantes rascacielos deben de ser como las cavilaciones altisonantes producidas por dos conversadores librescos . Bibliófilos con mochila que citan a clásicos, occidentales o eurasiáticos, y a colegas especialistas, en medio de las calles. ¡Ja! ¿De verdad aprehendéis algo de este mundo, divagantes nubes pasajeras?—Adiós, profesor Cortina.—’Bis morgen’, profesora Wiesehomeier.SOBRE EL AUTOR Álvaro Cortina es escritor y profesor de Filosofía Política en IE University