La tirolina del Prado
Cuando eres chico no valoras el lugar en el que naces. Lo das por hecho, como das por sentado que eres rico en función de cuántos paquetes de gusanitos puedes comprar. Un niño no tiene más horizonte que el lugar en el que gatea y luego camina, no comprende que exista otro mundo más allá de su ciudad. El extranjero, como mucho, es la playa o Disneyland. Sus fronteras son el barrio, el colegio y el parque. Así es la vida cuando uno está aprendiendo a vivir. Una cosa sencilla, un juego de risas y llantos, de prueba y error. En Sevilla cada uno tuvo su sitio de recreo, el lugar al que le bajaban por la tarde después de merendar para que no se subiera por las paredes de su casa o para que no las utilizara de lienzo en el que volcar la gama de colores y trazos que uno lleva dentro a esas edades. Era el parterre que se tuviera al lado de casa. Los columpios más cercanos, la plaza que casara con tu código postal. Allí eras feliz, ennegrecías tus manos, te raspabas las rodillas, chinchabas a las niñas en esa inconsciente guerra de sexos que luego se volvería en tu contra. Porque un día son enemigas, al siguiente animales mitológicos y, pasado algo más de tiempo, la razón que hace que gire el mundo. Balón, comba, patines, bici, trompo. Zapatillas de velcro y uniformes, pantalones cortos y faldas. El reino de la amistad, la ley del más chulo, la necesaria jungla de la infancia en la que comienzan a fraguarse las personas. Padres y madres de charleta en los bancos. Ah, y el quiosco de chapa verde. La guarida para los días de suerte, la residencia de los caprichitos. El lugar donde insertar las monedillas que uno llevaba en la mano sudada. Los primeros cálculos, el estreno de los consumidores. Ese era el enclave del día a día, el cuartel general, pero luego había un sitito especial, una capital de la diversión hacia la que se daba la coña para peregrinar. El centro neurálgico del chiquillo sevillano. Los jardines del Prado son esa meca del nene hispalense, y el motivo es sencillo: la tirolina que hay entre el pasillo de árboles. Eso es el culmen, el planazo. En la cola está la sonrisa y la adrenalina. Apenas son quince metros. Es simple, pero ya hemos dicho que la sencillez de esos años son el secreto de la alegría. Uno se tira y repite. Es un bucle aventurero. Se suelta y se pone de pie en ese viaje efímero. Eso, las vacas de los Jardines de la Buhaira y las palomas del Parque de María Luisa son las pilas bautismales de la niñez de mi patria chica. Para ser sevillano, hay que haberse tirado más de cincuenta veces en la tirolina del Prado.