Crónica de un viajero del AVE
En el AVE va el ejecutivo harto de tren y el que viaja por primera vez y publica ‘stories’ en Instagram contando la aventura. Hay cierto postureo en ese convoy que antaño cumplía con puntualidad inglesa el trayecto entre Sevilla y Madrid y que ahora, como el banderillero de Belmonte, ha ido ‘endegenerando’ como lo han hecho los propios ministros de Transportes. Hoy, todos los pasajeros, sean de la condición que sean, desde el que viaja en Preferente con desayuno, la que va en el vagón de silencio hablando a voz en grito con la amiga, el que va sentado en la mesa y el que le ha tocado ir a contramarcha, acaban unidos en el odio a Renfe y a Adif. El AVE, o más bien, la pésima gestión del servicio, nos ha acabado igualando a todos. Este verano ha habido trenes que se han quedado parados sin aire acondicionado en mitad de Sierra Morena, el colmo del desastre logístico de un tren que fue puntero y que hoy está hundiendo su reputación al tiempo que el ministro niega las deficiencias. Los retrasos de más de una hora –y dos en ocasiones– en la línea provocó un agujero económico por la devolución obligatoria del billete. Y, en lugar de corregir las disfunciones, en julio Renfe «actualizó» (sic) «sucompromiso voluntario de puntualidad». Así, por un retraso igual o superior a 60 minutos, se devuelve la mitad del billete y, si la demora supera los 90 minutos, la devolución será del 100% del importe; cuando hasta ahora se reintegraba el 50% con sólo 15 minutos de retraso y, si superaba la media hora, el viaje salía gratis. El AVE no deja de ser una metáfora del socialismo ‘new age’ que ha implantado Pedro Sánchez y que consiste en igualarnos a todos, pero por debajo: «Más transporte público y menos Lamborghinis». El problema no es ya que el presidente pretenda crujir a impuestos a la clase alta, sino que considera como tal ya a la clase media trabajadora para empobrecerla, e incluso entregue un cupo especial a Cataluña para privilegiarla frente al resto de autonomías. Es que, para colmo, pese a la recaudación progresiva, servicios como el cacareado transporte público degeneran al compás de la credibilidad de su Gobierno. La ‘venezonalización’ del sistema es claramente apreciable en el desastre que el viajero del AVE encuentra en la sala de espera de Atocha, mientras llega el tren para el embarque. El hacinamiento de pasajeros, como ayer, un viernes de vuelta a Sevilla, es tercermundista: empresarios tirados en el suelo con sus trajes de chaqueta, ante la insoportable espera de más de hora y media que llegara el tren, sin que nadie dé una explicación. No es que haya pocas sillas en este espacio donde conviven a las dos de la tarde y a 30 grados miles de personas, es que, directamente, desde el Covid no repusieron los bancos. Luego, cuando por fin todo el mundo está en su asiento, «por aglomeraciones en las vías» no puede iniciar la marcha. «El motivo es que, sobre las 13.20 horas se han estropeado los ‘enclavamientos’ y han dejado informáticamente de tener los cambios de entrada y de salida de la estación de Atocha y eso ha repercutido en los trenes que no pueden entrar ni salir. No es nada más que esto –hora y media después–. Ruego disculpen las molestias», anuncian desde la megafonía… que también falla: suena el aviso y, a continuación, con todo el mundo pendiente, aparece el sonido de un teléfono comunicando. En el vagón hay una expresión que se repite entre todos los viajeros: «Qué cosa más cutre». El viaje acaba por fin a las seis de la tarde en Santa Justa. Al salir de la estación, llega la siguiente fase: la cola para coger un taxi es de más de media hora. Entonces, uno mira el reloj y echa cuentas: hubiera sido mejor coger el Lamborghini y echar cojones en Despeñaperros.