Traición y tradición en la Europa crepuscular

Si por algo se ha caracterizado la tradición cultural europea es por su continua autocomprensión en términos crepusculares. Inspirada por continuas analogías entre su devenir histórico y el recorrido del sol, Europa siempre se ha visto a sí misma como la tierra del ocaso. Desde Boecio hasta Spengler, pasando por Hegel, muchos pensadores han visto en Europa el término último del recorrido del astro rey. No es casualidad que Europa se haya identificado desde la Antigüedad con el término ‘occidente ‘, que astronómicamente señala el lugar del atardecer. En latín, ‘occidens’ significa «lo que muere» —en referencia al sol— pero también «lo que mata», en una tenebrosa (nunca mejor dicho) ambigüedad que refleja bien el pasado sangriento de nuestro continente. Tierra de conflicto y de la puesta de sol histórica, Europa se ha comprendido a sí misma como un lugar de muerte: más específicamente, el lugar propio de lo que muere y mata o, quizás, de lo que muere matando. Por cierto, esta raíz que liga Europa y el anochecer no sólo se da en la etimología de las lenguas romances: también en alemán ‘occidente’ se dice ‘Abend-land’, que significa ‘tierra de la tarde’. Y ello siempre en contraposición con los pueblos no-europeos, caracterizados por una juventud histórica (y a menudo pre-histórica) luminosa, vagamente esbozada en un ‘oriente’ tan mitificado como, precisamente por ello, desconocido y, no pocas veces, injustamente despreciado. ¿Por qué Europa ha tendido a concebirse a sí misma como un final? ¿Por qué muchas de las épocas históricas que en nuestro continente han reflexionado sobre sí mismas han insistido en su propio carácter terminal? ¿Se debe quizás a un pesimismo o derrotismo consustanciales al modo de ser europeo?Sólo se puede traicionar aquello que se conoce en profundidad y, por tanto, aquella tradición que se amaTodo lo contrario. Para comprender el sentido de estos tonos tenebrosos, veamos qué concepto de ‘tradición’ ha forjado Europa , y por extensión occidente, a lo largo de los siglos. Europa no ha pensado su tradición histórica y cultural, por lo común, de una manera estática, acumulativa, como si fuera una galería lineal y ordenada de saltos progresivos. Frente a esta simplificación, la tradición europea se ha comprendido como una serie de auto-traiciones, de superaciones continuas de los legados recibidos en cada disciplina y en cada época histórica. Si pensamos en las grandes transformaciones en la historia del arte, de la filosofía y de la ciencia europeas , veremos que estos cambios de paradigma se han caracterizado por una consciente traición de los legados recibidos de los propios maestros. Siempre han sido un simbólico «matar al padre».Dicho de otra manera: la continua traición a la tradición es el auténtico rasgo identitario europeo. Estas traiciones de la tradición son, por cierto, algo muy difícil de llevar a cabo, en contra de lo que opinan los adanistas ingenuos, que las confunden con frívolas negaciones del pasado. Sólo se puede traicionar aquello que se conoce en profundidad. Es más, sólo es posible la traición a lo que se ha amado, o a quien se ha amado. Por ello, los genios más revolucionarios de la historia cultural europea fueron también los mejores conocedores y los más profundos enamorados de esa tradición que pudieron —con dificultad y esfuerzo— superar con sus traiciones. Si esto es cierto, ser fiel al espíritu de la tradición europea implica traicionarla. En cambio, encapsular la tradición, protegiéndola en un tradicionalismo estéril, es la mayor traición que puede hacerse al espíritu de nuestra tradición. La conexión conceptual entre ‘traición’ y ‘tradición’ se explica por la etimología y por la historia. Ambos vocablos provienen del verbo latino ‘trado’, que significa ‘entregar’, porque los cristianos que abjuraban de su fe hacían entrega a los romanos de las Escrituras, y esa ‘traditio’ constituía –a ojos de sus correligionarios– una traición. El gesto de entregar lo más valioso y sagrado al enemigo provoca hibridaciones y mestizajes que crean tradiciones longevas. En este caso concreto, a la larga produjo la romanización del cristianismo y la cristianización de Roma: una combinación tan poderosa que dura hasta nuestros días. Perdura, hay que destacarlo, no a pesar de, sino gracias a sus escisiones, cismas, reformas y otras dinámicas internas, contrarias a toda consolidación estéril.EsperanzaEsta concepción de la tradición europea en clave de traición nos puede dar la clave de su autocomprensión en términos crepusculares. Esa Europa que se entiende a sí misma como ‘occidens’, en su doble sentido, es decir, como muriente y como asesina, sabe que sólo puede avanzar histórica y culturalmente si logra matar su pasado, aun sabiendo que, al hacerlo, de algún modo morirá ella misma. Por eso es preciso pintar la época presente con tonos oscuros, porque sólo en ellos cabe esperar «el alba de un nuevo mundo», por utilizar las palabras de Hegel. La autodescripción crepuscular europea no es por tanto —casi nunca— una muestra de pesimismo, de rendición o de depresión, sino de esperanza en vigorosos renacimientos. Por eso, siempre que Europa se comprende como acabada, fosilizada o débil, pone en marcha los mecanismos internos de traición interna que posibilitan un nuevo comienzo y, con ello, la continuidad de su propia tradición. Europa-occidente, tierra de la tarde, siempre encierra la promesa de un nuevo amanecer.

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