Grandeza de lo pequeño
«España, se ha dicho muchas veces, está por conocer por los españoles», advierte Miguel de Unamuno , el maestro vasco-salmantino de las verdades hondas, en ‘Por tierras de España y Portugal’, añadiendo a continuación que hay quienes «sin conocer el resto de España, sin haber viajado por ella, sin haber visitado rincones llenos de historia, de leyenda, de poesía y de paz de Castilla, Aragón, Extremadura o Andalucía» opinan gratuitamente. A tal estirpe pertenecen las eminencias que en estos últimos tiempos se han dado a dictar disposiciones y leyes que atentan contra nuestra cultura y nuestra intrahistoria. Como esa de la anulación sectaria del Premio Nacional de Tauromaquia.Yo comparto con Unamuno la certeza de que España abunda en rincones vertebrados por la leyenda, remansos de sosiego donde habita la belleza y en los que se siente el pálpito de la intrahistoria. Pongo por caso Valero, un pueblo localizado en la comarca de la Sierra de Francia, en el hondón del valle que forma el río Quilamas al amparo de unos montes a cuyos pies se alza su plaza de toros, una plaza en la que este día de San Valerio un año más dará comienzo la temporada taurina de Salamanca, lo que sucede hoy como ayer e igual que mañana. Y es que dicho festival se remonta a tiempos inmemoriales y para muchos, entre los que por fortuna me cuento, forma parte de la vida, habiendo conocido años de reventón, como el lejano en que lo toreó El Cordobés o el muy reciente de Morante de la Puebla, llenazo que posiblemente se repetirá en el del próximo miércoles, protagonizado por Borja Jiménez, un diestro joven que tras asaltar el escalafón ha logrado el más difícil de ser capaz de asentarse en los puestos de cabeza. Con la generosidad por divisa, en Valero todo el mundo es bienvenido y a nadie se le cobra la entrada.Y si a nadie se le cobra la entrada, ¿cómo se cubre el presupuesto? Pues muy sencillo: no pagamos los afuerinos, pero obviamente el festival genera unos gastos y esos gastos hay que atenderlos, y así se hace, corriendo con la parte del león de la cuenta los socios de El Toro, doscientos sesenta numerarios para unos trescientos vecinos. Como de costumbre, el festival empezará a las cuatro y media de la tarde, y yo, que solía llegar a primera hora de la mañana, añoro los tiempos en que me regalaba una paseata por el camino de los Trasiegos o por la senda del Arroyo y cascada de La Palla, asistía después a la misa mayor en la iglesia, de finales del XV o comienzos del XVI y con el encanto de su ruda humildad señorial, acompañaba luego a la imagen de San Valerio en procesión por el pueblo, un acabado exponente de la arquitectura serrana, y tampoco me privaba del convite popular de la Plaza Mayor, pródigo y estimulante, pegando la hebra con los mayores para revivir consejas y leyendas como la de la Reina Quilama, la hija del conde don Julián, la de la pérdida de España, de la que se enamoró don Rodrigo, fugitivos los dos tras la derrota de Guadalete por tierras de Salamanca, donde aquel último rey visigodo habría librado la batalla final de Segoyuela de los Cornejos contra las huestes invasoras de Tariq y Musa para perderse, a continuación, por Portugal, abandonando a Quilama, alcanzada por la muerte mientras le esperaba en una cueva en la que don Rodrigo también habría escondido el fabuloso Tesoro de los Visigodos. «Entoavía lo andan buscando, pero están listos, porque don Rodrigo lo enterró en una caverna cuya entrada tapó y que sólo yo conozco, pero no la descubro, así que no me pregunte», me confió una señora de mirada entre irónica y maliciosa el año en que toreó Cayetano, festival inolvidable, porque el torero lo afrontó cuando todo conspiraba en favor de la suspensión, imposible el piso y arreciando un temporal preñado de nieves. «Nos vamos, maestro, y volvemos otro día», le aconsejaban unos y otros, pero Cayetano levantó la vista, repasó la ladera del monte, cuajada de gente, y preguntó al buen alcalde Demetrio Cañete por el tiempo que llevaban aquellas personas aguantando las inclemencias: «dos o tres horas, principiaron a venir desde muy pronto», le contestó. «Vamos», ordenó Cayetano a los suyos, poniéndose por montera las circunstancias en aras de su compromiso con la verdad del toreo, consciente de que aquel gesto –una hazaña– no le reportaría contratos ni titulares en los medios de comunicación.Pues esto es lo que hay: que el festival de Valero se celebra en medio y mitad del invierno por voluntad popular, ya llueve, ya truene o ya caigan chuzos de punta, con la ilusión puesta en el renacer todavía lejano de la primavera y en la esperanza de la plenitud de la temporada taurina. Al ministro de la cancelación no se le espera, aunque si asistiera nadie le incomodaría y tal vez hasta se enterase de algo. Pero quizás sea mejor que permanezca en su despacho, ajeno al sentir popular, y que nos deje en paz en lo nuestro: la intrahistoria y el sentir más hondo de nuestra cultura, una cultura cuya grandeza crece desde abajo con latidos que no están al alcance de entendederas sectarias. Y es que aunque lo desconozcan o incluso moleste a los partidarios de las imposiciones liberticidas, lo cierto es que tierras adentro los españoles de a pie siguen vibrando con la Fiesta y reconociéndose en ella.«Fere libenter homines id quos volunt credunt», o sea, los hombres tienden a creer aquello que les conviene, advirtió Julio César en ‘De bello gallico’, y parece que el ministro de Cultura se está creyendo sus fantasías ideológicas, unas fantasías frente a las cuales renace el Premio Nacional de Tauromaquia, renacimiento alumbrado por el Senado, nueve comunidades autonómicas (Andalucía, Cantabria, Murcia, Valencia, Aragón, Castilla-La Mancha, Extremadura, Madrid y Castilla y León) y la Fundación Toro de Lidia en unión fraguada desde la razón en reconocimiento orgulloso de la españolidad.SOBRE EL AUTOR gonzalo santoja es consejero de Cultura Turismo y Deporte de la Junta de Castilla y León