Llamadme Miguel Jordán

Como lo han contado Peláez y el propio autor, ya puedo decir que me parezco más allá de lo casual al protagonista de ‘La isla de la Mujer Dormida’ , la última novela del maestro Arturo Pérez-Reverte que me ha concedido el regalo de esta íntima posteridad. Hace mucho tiempo, me recomendó un libro por correo electrónico y quizás sin saberlo, tomó el testigo de mi padre en ese mar compartido que mi jefe me enseñaba de niño desde la Peña de los Balleneros del monte Ulía en San Sebastián. Allí mi ‘aita’ me contaba historias de ballenas lejanas, de arpones y remos que hacían crujir los toletes, y de pronto gritaba «¡Por allí resopla!» sobre ese Cantábrico azul de cobaltos infinitos que resultaron no serlo. Años después y faltando mi padre, Reverte me llevaba casi de la mano de sus novelas a aquellos mundos de agua en los que uno duerme a dos pulgadas de madera de la eternidad. Yo le seguía por los párrafos con la lealtad que los hombres guardan hacia algunos capitanes, y así vivía en la fantasía del mar, que es como se vive de verdad.«Después de las batallas, sobre todo si las ganaba, regresaba a mi cabina y, mientras los hombres baldeaban la sangre de las cubiertas, me invadía una profunda y lánguida soledad»Lo conocí en la cubierta del Príncipe de Asturias en el bicentenario de Trafalgar . Él recibía la Gran Cruz al Mérito Naval y yo intentaba mantener la verticalidad en la cubierta. Vivía en Cádiz y, por la invitación a la vagancia de los atardeceres sobre las azoteas, me fui dejando el pelo largo y me tomaba por Jack Aubrey , el personaje de las novelas de O’Brian a las que me introdujo Reverte. Saludaba tocándome con el nudillo la frente y, para escaquearme de los sitios, por dentro ordenaba a mi segundo, también imaginario, que metiera la fragata en la niebla. Raspaba un estay, dormía en un coy, comía el ‘pudding’ con pasas que llamábamos ‘perro moteado’ y que preparaba un malhumorado cocinero. Tocaba al violín melodías de Bocherini con el cirujano del barco, un independentista catalán interesado en las aves y las tortugas. Después de las batallas, sobre todo si las ganaba, regresaba a mi cabina y, mientras los hombres baldeaban la sangre de las cubiertas, me invadía una profunda y lánguida soledad.En mis ratos más taciturnos me tomé por Queequeeg y por las noches tallaba un sarcófago de palabras. Y también fui Ismael aunque ya casi nunca me sorprende un noviembre lluvioso. No me detengo más tiempo del que debiera ante los escaparates de las tiendas de ataúdes, ni siento el impulso irrefrenable de salir a la calle a derribar los sombreros de los transeúntes. Ahora me podéis llamar Miguel Jordán , mando una lancha torpedera en el Egeo y sé que mi tripulación, llegado el momento, hará lo que se espera de ella de revertianas maneras. Vivo atrapado en una misión maldita de una guerra que no es mía del todo y un amor a la deriva. De todos los hombres del mar que he sido, me quedo con este: «Cumplidos los 48 años, Jordán había cambiado poco: seguía siendo alto y fuerte, aunque el cabello le escaseaba en las sienes, la barba rubia estaba entreverada de canas y pequeñas arrugas fruncían sus ojos claros […] Llevar uniforme facilitaba los engorrosos trámites locales, y por esa razón vestía la chaqueta azul marino con botones de latón dorado, un ancla y cinco galones en las bocamangas».

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