La Revuelta: yo no vuelvo

Ver La Revuelta, si no ha visto usted nunca La Resistencia, es como llegar tarde y sin haber bebido a una fiesta en la que no conoce a nadie: todo el mundo va pedo, todo les hace mucha gracia y uno no entiende nada; ni qué está pasando, ni por qué se ríen tanto, ni qué hace ahí toda esa gente. Por mucho y muy rápido que se beba nunca va a estar uno a su nivel, así que solo quedan dos opciones: o ríe uno estúpidamente como si supiera de qué va la cosa y trata de integrarse o se retira a la francesa. Yo hubiese optado por la segunda a los tres minutos, antes de que el guitarrista mostrara el tatuaje de Pedro Sánchez en su pecho (qué risas, madre), pero tenía que escribir estas líneas. Así que, por imperativo laboral, me quedé hasta el final. Estoy segura de que la culpa es mía, que no soy su público, y por eso no me hizo risa nada. No entendí por qué se reían tanto cuando una muchacha besaba a uno disfrazado de vaca, ni por qué cuando el presentador tocaba el bombo o cuando apareció un tipo sentado en un bidé. Mi humor no es tan sofisticado, me temo. La Revuelta, digo, no pretende gustarle a usted porque no lo necesita. Y eso es admirable. No van de lo que no son, no intentan gustarnos y ni siquiera pretenden caernos bien. Les damos igual. A ellos les han pagado una pasta para que hagan lo mismo que hacían para la gente para la que lo hacían («es la misma mierda») con el único fin de tratar de competir en esa franja horaria con Pablo Motos y su Hormiguero. Y a sus fieles les hace mucha gracia la forma de hablar de David Broncano, aunque a mí lo que me parezca es que no vocaliza bien. Y lo que a mí me parece desgana, para ellos es talento. Así que aplauden enfervorecidos mientras yo hago un esfuerzo por entender algo y no bostezar. Pero, oye, yo todavía me muero de la risa cuando alguien acaba una frase con «cinco» solo de pensar en la rima. No estoy, precisamente, para pedir a nadie alta comedia. La cosa empezó como las verbenas de pueblo: a capón, con un público en pie y entregado jaleando a un Broncano que movía mucho los brazos y corría de un lado a otro mientras un señor con sombrero pegaba gritos. Luego, tocaba el bombo y el público enloquecía. Uno, más allá, lo observaba todo sentado en un bidé. Bromitas facilongas desmintiendo que su fichaje responda a un capricho de Sánchez y sobre el dineral que se les paga, sobre su supuesta labor ideologizadora y alguna a costa de la familia real. Y poco más. Desconcertante resultaba el entusiasmo, quizá desmedido, del público. Pero podrían ser cervezas de más (por su parte) o de menos (por la mía). No lo descarto. Todavía no llevaban veinte minutos de emisión cuando yo ya tenía la cabeza como un bombo y quería arrancarle el suyo a Broncano de las manos y hacérselo tragar. Entraba entonces Jorge Ponce y todo el mundo parecía saber quién era. Él salía también con actitud de que todo el mundo sabía quién era Jorge Ponce. Se acrecentaba en mí la sensación de que, para poder entender algo, tendría que verme en diferido doscientos episodios de La Resistencia tomando apuntes, lo que me apetecía tanto como seguir viendo La Revuelta. Así que hice como si supiese quién era Jorge Ponce mientras Jorge Ponce tocaba el bombo, hablaba con Broncano como si estuviesen de cañas y nadie les mirase, se reía mucho, salía gente disfrazada de mascotas bailando, se reía mucho, hacía como que se teletransportaba, se reía mucho y se iba. Debió ser divertidísimo porque la gente en el patio de butacas aplaudía y gritaba y reía y la música sonaba fuerte. Entraba entonces la cómica Lalachus, desconocida (para variar) por mí. Me hizo reír la friolera de cero veces. Aproveché para ir al baño, a la cocina y a por un paracetamol. Probablemente dentro de unos cien episodios, cuando cambien de cadena y sean el mismo programa pero llamándose La Rebelión, ya no seré la nueva en este cumpleaños de dipsómanos exaltados y me reiré muchísimo solo con verla salir y decir «qué fuerte, o sea, todo esto» moviendo las manitas. Llegaba el momento de la entrevista, que era a un surfero ciego. Y entonces les dio mucha risa a todos cómo iba a entrar hasta allí sin ver y estuvieron un rato bromeando con eso. La monda. El tipo era campeón del mundo de surf adaptado, un personaje interesante y con una historia de superación admirable, pero la entrevista se hizo insufriblemente larga. O quizá me lo pareció a mí, que a esas alturas estaba ya harta de gritos, de música estridente y de carcajadas injustificadas. Luego ya, cuando parecía que no ocurriría nunca y había abandonado toda esperanza, se acabó. Como había empezado: con gritos, jaleo y música estridente. Y fue como si, de pronto, alguien hubiese apagado el extractor de mi cocina y me hubiese devuelto las ganas de vivir. Qué moderno todo, qué innovador, qué bien gastado nuestro dinero. Qué tremendas ganas de no verlo nunca más.

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