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Cuando viajabas de joven por esos mundos y en tu cartera palpitaba el aliento de la modesta y honrada peseta, al cambiarla por francos franceses, por dólares o por otras monedas de países fortachones, te empapaba cierta sensación de actor de segunda, de Carpanta, de tipo que se ha colado en la fiesta de los ricos y padece el eterno complejo del impostor. El desfavorable cambio te acuchillaba mientras te trasladaba hacia los terrenos de la obligatoria austeridad en alojamientos y restaurantes. Todo parecía caro . Mirabas los precios con lupa y pensabas que, algún día, lograrías escapar de las estrecheces. Pero transcurrieron los años y tampoco, con el euro, observamos una mutación apreciable. El turista nacional, devastado por su escaso poder adquisitivo, según los datos que se publican aquí mismo, satura los campings. Los hoteles, en cambio, se llenan gracias a los extranjeros. Es decir, somos carne de camping porque no nos queda otro remedio y necesitamos que la sesera se nos ventile aunque sea morando bajo las estrellas como una pandilla de colonos asimétricos con derecho a bingo nocturno para matar el tedio. Nosotros vacacionamos como caracoles acarreando la tienda de campaña, quizá en una cabañita de fortuna cargada de encanto rústico, acaso en las furgonetas ‘camperizadas’ que suponen infernales latas de sardinas para humanos, pero los que disfrutan del bufé libre donde los espaguetis o la paella destilan idéntico sabor a, precisamente, bufé libre, son los guiris. Con lo cual, no abandonamos el estado de viajero segundón, pelín menesteroso. Eso sí, descubro una notable diferencia: esta vez asumimos nuestra condición de extra, de relleno, de mortadela tachonada con rodajas de aceituna, en nuestra propia tierra. Ni siquiera en España podemos gozar de una habitación con vistas , limpieza garantizada y albornoz en el cuarto de baño. Tanto supuesto progreso no era sino farsa de telenovela y culebrón acartonado. La cruel realidad destripa, salvo excepciones, nuestra melancólica inferioridad pecuniaria.