Crónica José de la Tomasa: El cante de la Alameda, patrimonio de la humanidad

«¡Cómo puede decir tanto un cante tan chico!», venía diciendo una señora mayor a la salida del recital que daba este jueves José de la Tomasa en el Monasterio de la Cartuja, una muestra de los 50 años de trayectoria del reciente II Giraldillo Ciudad de Sevilla de la Bienal. Sería un titular perfecto para esta crónica, un disparo certero al corazón para las decenas de personas que tuvieron el privilegio de ver, escuchar y sentir al maestro de la calle Feria, si no fuera porque el artista cerró su actuación, ya de pie, sin la de las seis cuerdas, con una declaración que, en su persona, adquiere el matiz de universal: «El cante de la Alameda es patrimonio de la humanidad». También podría encabezarse esta reseña con ‘toda una vida’ o ‘pellizcos de Sevilla’, incluso con otro que hiciera referencia a las dualidades del escenario escogido y, con ella, al estado del flamenco. Frente a una de las puertas del monasterio del siglo XVI, a la derecha las luces futuristas de Torre Sevilla. Sale el cantaor acompañado de su guitarrista Antonio Carrión con un paseíllo sencillo hasta las dos sillas de enea. Esperaba -dice- un teatro. Pero declara sentirse feliz y agradecido por estar en «este sitio tan hermoso en el que se respira Sevilla». Dejándose llevar por lo bucólico del emplazamiento y por petición de su nieto Manuel empieza con una serrana. En ’50 años de cante’ no hay ningún artificio, ni una línea argumental, sin nada que demostrar, con todo por aprender. Un auto homenaje y un regalo para los invitados. Dejar para la historia una noche de sabor añejo, un cante de salón. Está en familia, con la suya, la de la Bienal -encabezada por su director, Luis Ybarra, al que José le dice que tiene nombre de aceite bueno- y amigos flamencos, también del barrio, como Andrés Marín. Al giraldillo le sobra hasta los focos: «Quitarme eso que parece que estoy declarando a Hacienda», bromea.En su recorrido por los clásicos, el hijo de ‘Pies de plomo’ pisa fuerte con la soleá y la seguiriya, lo más emocionante de su repertorio. Se saca y afloja el pañuelo que colorea su vestimenta negra en los tarantos. José no se escucha, pide que le suban el micrófono, pero el pequeñito auditorio lo siente. No hay excesos. Un frasco pequeño par un perfume de solera y diamantes. Se divierte con las alegrías de la «hermana» Cádiz, que dedica a «su Ana» y a estos tiempos de guerra: «Yo he visto un barco de guerra que no podía navegar y he visto un trozo de papel cómo lo acaricia el mar». Con la mano en el pecho le canta a la Alameda, siempre con el soberbio acompañamiento de Carrión, más que generoso, espléndido. Se levanta, le da un cariñoso beso en la cabeza. La noche está resultando entrañable, simplemente bella. José de la Tomasa le comenta al guitarrista que van a tirar ahora por fandangos para ir ya encaminando el final. En la primera tanda con letra amorosa: «La inteligencia cuanto te encuentres perdido tú la puedes usar si la tienes, pero cuando te enamores pídele a Dios la clemencia que nadie entiende de amores». Para rematar en la tercera con una dedicatoria a las ochos provincias de Andalucía. Su estirpe continúa, pero el recital va a tocando su fin con unas bulerías en las que vuelve a soñar con su patria chica y suelta divertidas letras: «Calle Feria, qué salero, el hortelano cogiendo berzas con el culo más alto que la cabeza». Sin solución de continuidad, y con toda la comunidad de pie, Carrión se cuadra y deja solo al maestro con la muestra de un martinete: «Esta es la verdad, que el cante de la Alameda es patrimonio de la humanidad».

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