En defensa del hotel
Por aquí viene el Decreto 933/2021 del Gobierno por el que se amplían los datos que el Ministerio del Interior obtendrá de los huéspedes en los hoteles . Cada vez que me aloje sabrán de mi lugar de residencia habitual, dirección incluida, mi número de móvil, el medio de pago que voy a utilizar, ya sea efectivo, tarjeta bancaria o una aplicación tipo Bizum; el número IBAN de la cuenta bancaria vinculada a ese medio de pago, la identidad real del titular y otros datos que no conozco ni yo mismo. Seguro lo hacen por mí bien, pues todos los recortes en las libertades de las personas se hacen por su bien. Si el Gobierno dejara de hacer cosas por mí sin duda viviría mucho más tranquilo. Llegado un momento en la vida uno aspira a que lo dejen en paz y no este ‘1984’ en el que si llaman a la puerta de la 218, en lugar del servicio de habitaciones que trae un sándwich mixto y la botella de cristal de agua mineral, se te cuela Fernando Grande-Marlaska con un vestido de kelly del taller de Pepi Mayo, costurera de disfraces gaditana. O te lo imaginas mirando por el ojo de la cerradura, o escuchando al otro lado de la pared con un vaso. Es que me está preguntando el Gobierno por el IBAN a mí que de soltero iba por Cádiz medio descalzo como un aborigen de la Table Mountain australiana, surfeaba al amanecer y había tanta arena dentro viejo y sucio coche que junto a la palanca del freno de mano creció una planta de tomate que murió al poco tiempo, pues olvidé regarla. Primero atacaron los bares y ahora van a por el hotel, casa de nadie y de todos, consuelo de cansados, de casados, de maníacos y de los que no encuentran respuestas pero saben que para hablar con recepción hay que pulsar el nueve. Todos esos pibes maleducados del Airbnb que van de despedida a Logroño y que desayunan en pantaloneta y camiseta de baloncesto son producto de una generación desconocedora de la elegancia y el rito de la ceremonia hotelera. No sé si les falta calle, pero desde luego les falta hotel. Llevo en mi corazón quinientas o seiscientas habitaciones con números que olvido antes de llegar al ascensor y en mi memoria son todas la misma: la misma cama, el mismo armario con la misma percha tan difícil de colgar en el mismo gancho. Los mismos botes de jabón, la misma nevera, el mismo pasillo, el mismo endemoniado grifo y, por supuesto, la misma literatura sobre el uso de las toallas, el ahorro de agua y el fin del mundo que ojalá nos pille allí.«Si el Gobierno dejara de hacer cosas por mí sin duda viviría mucho más tranquilo»Dijo Antonio Gamero -y no Azcona- que como fuera de casa no se está en ninguna parte, y tenía razón. Que vivan los hoteles de canción de Sabina, ‘maríacristinas’ con colección de almohadas y estrella del rock trompa en recepción, Pensiones de puchero, cucaracha, y lagrimón, tres estrellas de Castilla con el escudo impreso en la cortina de la ducha y hostales de cruce de la carretera que va hacia Benavente, en cuyo bar Jesús Nieto Jurado narra heroicos lances de caza de un perro que es imaginario. La magia del hotel -ataúd de Queequeeg del viajante- consistía en que carecía de ideología estaba al margen de las majaderías, al menos hasta hoy.