La rabia en los talones

Estamos en la recta final del arte, en el toque de campana de la magia. Llegamos a la última semana de Bienal, al lunes postrero de un festival que nos está malacostumbrando el paladar, que nos tiene envenenados de gloria los sentidos. Hay un superávit emocional entre los que se han acercado a los enclaves en los que el flamenco se ha apoderado de todo, para los que han querido participar de esta maravillosa vorágine.Al llegar al Monasterio ya hay ambiente de espectáculo. La flamencura es una carta de presentación. Un señor con chaqueta roja y ánimo indestructible saluda a la gente. La prueba definitiva de que algo se cuece es un guiri de pelo blanco y mochila eterna que se ha pegado las tres semanas yendo a ver si sacaba alguna entrada: «¿Extra ticket?». Los acomodadores ya lo conocen. Una de las trabajadoras lo saluda con cariño y guasa: «¿Qué tal, maestro?»Venimos a ver la propuesta de Juan Carlos Ramírez Castilla, más conocido como Juan de Juan , para la Bienal. ’66 palos’. Un viaje a la inversa por la historia y los distintos estilos del flamenco. Y decimos a la inversa porque, cronológicamente, lo que primero surgió fue el cante, después la guitarra y, por último, el baile. Aquí el hilo conductor por el que recorreremos los anales de lo jondo será la danza . Sin perjuicio, claro, de las demás disciplinas. En el público se encuentran muchos bailaores que vienen a ver a su compañero. Están La Piñona, Alfonso Losa, Pepa Montes, Patricia Guerrero. Cuando se apagan las luces, desde el portón del fondo del escenario, se ve la silueta de un hombre fumando. Por los altavoces suena el eco de sonidos antiguos que se funden con el ruido de los tacones de los artistas. En el centro se coloca Juan de Juan. Espera inerte. Va vestido de corto, de un negro que le llega hasta el sombrero. Paco Iglesias lo saca de su ensimismamiento cuando comienza a hacer sonar su guitarra. David ‘El Galli’ canta y ya no hay quien pare este itinerario de la electricidad. El de Morón revienta el suelo. Lleva la rabia estallándole en los talones, gira y las sombras que se proyectan en la pared blanca están mareadas. Se echa encima del cantaor, lo rodea, le pone los brazos encima. Su mirada dice lo mismo que sus pies. Su cuerpo entero es un instrumento. El Galli y Cristina Tovar proveen con su voz, Juan domestica la noche de cintura para abajo. Un palo tras otro. Es incombustible el sevillano. Solo se detiene para cambiarse de chaquetilla. Vuelve a ese estado inanimado, como si fuera una estatua del museo de cera. Ahora se quita el sombrero y lleva terciopelo burdeos sobre los hombros. Por una esquina del escenario viene a paso lento Rubén Olmos . Lleva la misma indumentaria. Entra en el escenario y se enfrentan. Sus brazos se unen y comienzan a recorrer las tablas con movimientos idénticos. Lo que para los mortales es un bello caos, para ellos es una coreografía, un lenguaje, una expresión. Se dan espacio, arremolinan sus manos, trillan el piso a compás. Se vuelven a encontrar y se quedan quietos, frente a frente, señalándose con las manos. Es Juan el que, tras unos segundos, se echa en sus brazos y junta sus pechos. Sin sombrero es Simbad El Marino. La melena y la barba al descubierto le confieren un aura más misteriosa todavía. Cambia el vestuario. Es blanca la chaquetilla, tiene alamares con acabados dorados. Adelanta todo el cuadro las sillas. Todo es un taconeo, un sonido furioso intermitente que cesa. Y entonces son los brazos los que hablan, el abdomen el que parece que se va a despedir del organismo. Colocan una mesita en la esquina derecha y hacen compás entre tres. El Petete, Emilio Castañeda y él. Parece que sonasen diez mil cajones. «¿Cuántos palos van?», le pregunta al público. ¡Hemos perdido la cuenta!, responde un espontáneo. Vuelve al lío. Para atrás, para delante, flota de puntillas. Todo el mundo mira sus pies, como se mira una chimenea en invierno, como observa el chup chup de la olla el hambriento. «¡Van 70!», exclama alguien desde su silla. Ole, resuelve el bailaor jadeando.

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