Mal de otoño
Tengo un familiar que teme los otoños: según los días van haciéndose más cortos, experimenta tristeza, dice que no tiene energías e, invariablemente, año tras año, suele padecer días o, incluso, semanas enteras, aciagas. Los psicólogos lo conocen como «trastorno afectivo estacional». Recientemente, algunos clubs tienen en cuenta este tipo de afecciones e incluso se habla de que el ánimo colectivo de todo un equipo puede decaer en ciertos momentos del año: si uno o varios jugadores se muestran más sombríos, este estado de ánimo puede contagiar al resto. Entre las medidas, se aplica fototerapia: se iluminan más ciertos espacios para que el cuerpo no se venga abajo con el predominio de la oscuridad. También se recomienda la risoterapia: según llega el frío y la noche, parece que es bueno impulsar un ambiente alegre, incluso jocoso, que mantendría despierto cuerpo y alma. El Betis cayó contra el Mallorca por un frustrante gol a última hora en el primer lunes de otoño. Hay quien piensa que el humor es el mejor antídoto tras un traspiés, aunque puede llegar a ser contraproducente y empeorar aún más el estado de ánimo. Decía Javier Clemente que, tras un resultado decepcionante, era tan necesario hacer autocrítica como levantar el ánimo de los jugadores con alguna broma, para que no cundiera el pánico ni el pesimismo. Entre los aficionados, también hay quien se toma cada tropiezo como una tragedia, mientras otros consideran que lo más inteligente es reírte un poco. Al final y al cabo, «solo es fútbol». Un amigo, para quien el club de las trece barras es algo así como una religión, me mandó un escueto mensaje tras el partido —«Odio los lunes»—, precedido de una serie interminable de exabruptos, blasfemias y lamentaciones escatológicas. Algunos futboleros encuentran en el deporte, o, mejor dicho, en su equipo, una especie de antídoto contra la rutina y todo aquello que detestan de su vida: el jefe volvió a echarle la bronca injustamente, el hijo volvió a suspender el examen de conducir y el mecánico no da con la avería del coche. Pero todo ello se olvida si gana su Betis. El problema de este tipo de «Betisdependencia» es evidente: si la victoria te puede alegrar el día, la derrota oscurece, por igual, la jornada. Si, además, es lunes y ha dado comienzo el otoño; uno se va a la cama maldiciendo el día, la suerte o, lo que es peor, pagándolo con quien tiene al lado.Entiendo que la vida solo vale la pena vivirla con intensidad y que, en general, quien se ve afectado emocionalmente por los hechos que ocurren a su alrededor tiene más posibilidades de vivir plenamente del que simplemente pasa por esta vida de puntillas, con indiferencia. Pero reconozco que siempre me ha sorprendido que haya a quien la derrota de su equipo le cambie el humor drásticamente, hasta el punto de afectar su existencia. Si el Betis pierde, este tipo de aficionado vive la semana entrante malhumorado, a la espera de que el próximo partido pueda modificar su sino. Un psicólogo diría que deberíamos vincular la alegría y la felicidad eminentemente a aquello sobre lo que tenemos cierto control, dado que, de lo contrario, estamos expuestos no solo a lo que otros hagan o dejen de hacer arbitrariamente, sino al mero azar, tan determinante en el fútbol. Sin embargo, parafraseando el antiguo proverbio, podríamos decir que «el fútbol tiene razones que la razón no entiende». Como en un melodrama amoroso, hay quien vive cada jornada con similares dosis de dramatismo y júbilo. Estuve a punto de contestar el Whatsapp de mi amigo ultrabético que odia los lunes con un mensaje provocador: «¿Y cómo se te dan los otoños?». Pero no me atreví.