‘Tardes de soledad’: Albert Serra le arranca con gran cine todo a los toros y a Roca Rey

No suele ocurrir que una película de género documental participe en la contienda por la Concha de Oro, pero, Albert Serra, haga lo que haga, es un género en sí mismo y su mirada cinematográfica a la tauromaquia trasciende lo meramente genérico y se convierte, ya, en una de las más grandes, mejores y más libres indagaciones sobre los valores (y que elija cada cual el antónimo) de la lidia del toro bravo, algo que nuestra actualidad plástica y líquida dirime como tantas otras cosas entre conceptos, argumentos, juicios y prejuicios de horneo rápido y que muy probablemente el agua del tiempo los convertirá en precarios y revenidos.Noticia Relacionada Festival de San Sebastián estandar Si Albert Serra: «En ‘Tardes de soledad’ hay fascinación por el valor y el compromiso de Roca Rey» Fernando MuñozEn ‘Tardes de soledad’, Albert Serra da una lección magistral de acercamiento y de seguimiento al que es hoy la mayor figura del toreo, Andrés Roca Rey, peruano de Lima y de veintitantos años de edad. Nadie verá en esta lección la presencia de Albert Serra (sí de su modo de mirar), ni una sola opinión, postura, aliento o crítica manifiesta: es de una pulcritud magnífica, además de una composición de enorme buen gusto estético y, de paso, ético: está el toro, el torero y el hecho o trance de la tauromaquia, con toda su animalidad y toda su humanidad (entiéndase por tal, lo propio del ser humano, desde la hazaña hasta la supervivencia y el arte), y de la visión de sus imágenes igual puede alimentarse un antitaurino que un taurino.A los toros les arranca todo, la belleza, la nobleza, el sufrimiento, la sangre derramada, el ritual de su sacrificio y muerte; y a Roca Rey, mucho, su entrega al juego de la muerte, su valor, su búsqueda de la propia dignidad y de la de su mejor aliado en esa soledad, el toro, su miedo, su espiritualidad, sus temores y deberes al público, a la opinión, a sí mismo y al espectáculo. Albert Serra obvia por completo esto último, público y espectáculo, invisibles en su prodigioso montaje de varias lidias, y deja en la pantalla la pureza de sus imágenes sin textos de guion, sólo el texto ambiental y la sospecha de que nunca se había filmado como él lo hace esa reunión de liturgias entre albero, toro y torero.A Albert Serra se le suele considerar, con motivos, un cineasta provocador y ‘Tardes de soledad’ contiene una bravura digna de la mejor divisa: suelta su película ‘morlaco’ a una sala llena probablemente de antitaurinos, que se comen sin pestañear una lidia tras otra, con toda su belleza y crudeza, con sangre de toro y de torero, con imágenes de una plasticidad asombrosa y en las que se aprecia el peligro, la intriga, la tragedia, la vida y la muerte. Es minucioso en la descripción de ceremonia, solemnidad y lenguaje taurino, en el que abundan los ‘olé tus güevos’ y ese elogiar a lo macho que hoy es casi materia de juzgados, aunque le extrae a la tauromaquia todo lo que tiene de masculino y también de femenino, de espejo y puñeta, de apreturas y figurín, de brusquedad y erotismo.Tal vez no sea fácil tener una idea precisa sobre si Roca Rey está frente al toro en el lugar y la distancia que requiere la gran tauromaquia, pero es poco discutible que Albert Serra sí está en el lugar y distancia óptimos que precisa la gran cinematografía, tan cerca, tan dentro, tan atento al gesto, a la violencia, al sudor, al miedo, al coraje de uno y otro, a la coreografía del trapo, la furia y la elegancia… Una película en la que el sí o el no a la tauromaquia no es más que un dilema precario, al menos en lo intelectual.’En lugar de la otra’La Sección Oficial también ofreció la película chilena ‘En lugar de la otra’, de Maite Alberdi, que trata desde un lugar insólito un viejo caso real, el de la escritora María Carolina Geel, que asesinó a su amante en un hotel y a la vista de todo el mundo. El lugar elegido para narrarlo es desde la ayudante del juez instructor, un personaje magnífico que interpreta con gracia y frescura Elisa Zulueta.Es fantástica la descripción ambiental y familiar del personaje de Elisa Zulueta, una mujer abatida en su caótica casa, entre ronquidos del marido y un par de hijos asilvestrados; y también su paulatina metástasis llena de anhelos íntimos hacia la figura y entorno de la escritora encausada. Todo ello, unido al retrato social de la época (años cincuenta), en la que el papel de la mujer corriente era meterlo en la máquina de escribir y copiar lo que le dictaban, deja lecturas de un feminismo blanco con estampado de comedia.

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