La relatividad del tiempo
Es domingo y son las once de la noche. Le queda una hora a un fin de semana que va a expirar. Lo normal sería guardarse en casa, cenar algo que ayude a sobrellevar este purgatorio semanal hecho día, ver alguna confortable basura en una plataforma de confianza y esperar a que el sueño venza a la pereza que da empezar el bucle vital de obligaciones. Esa decisión, más que respetable, es la que ha tomado la gran mayoría de la ciudad. De hecho, se ve reflejada en la calle Amor De Dios, que es un sepulcro con dos aceras. No obstante, tras cruzar una Alameda semivacía y apoderada por el racheo metálico de las terrazas que se desmontan, llegando al Teatro que linda con la calle Torneo, vemos una reunión de personas dispuestas a hipotecar el descanso en pos del placer. Una decisión valiente, romántica. Y es que, en lo relacionado con el arte, el tiempo es un fenómeno relativo. Si no que se lo digan a los congregados allí para ver la propuesta de Israel Fernández y Antonio ‘El Relojero’ . Otro dos que miden el paso del segundero como les da la gana, que saben, por experiencia propia, que lo bueno se hace esperar, que llega cuando tiene que llegar. No en vano, podemos decir que el disco que traen bajo el brazo, y esta noche de Bienal en sí, llevan fraguándose tres lustros. Sí, así es, como para ponerse tiquismiquis porque la alarma va a sonar dentro de poco. Quince años desde que los caminos de los dos artistas se cruzaran en los pasillos del camerino del concurso de cante de Colmenar Viejo. Israel, que se presentaba obligado por la insistencia de sus colegas, escuchó piar una guitarra que le elevó el vello. No dudó en pedirle a aquel señor que tocaba acomplejando a los ángeles que lo acompañara en su actuación. Se hicieron con el primer premio.Desde entonces, comenzaron una relación llena de admiración y amistad, que ha llegado hasta nuestros días. El cantaor toledano siempre quiso grabar y girar con Antonio , pero éste, al tener a su madre a su cargo, no estaba para esos trotes. Tras coincidir hace poco en el mismo lugar en el que se vieron por primera vez, se pusieron por fin de acuerdo y han parido este espectáculo que es una carta de amor al flamenco de principios del siglo XX y un homenaje a las peñas, el asilo de este arte inmortal, las capillas en las que se refugió cuando lo querían dar por amortizado. Hay dos sillas plantadas en el centro del escenario. Israel sale con un traje verde con rayas negras, lleva la mano izquierda escayolada . Camina flotando, con sus crines rizadas de pura sangre indomable. Quien sí tiene las manos a la perfección es el guitarrista. El Relojero toca unos acordes extintos, que evocan, ahí es nada, a Ramón Montoya y al Niño Ricardo. Esos ritmos llevan la voz del gitano a unos registros antiguos por malagueñas. «Voy a cantarles con amor, humildad y respeto. Porque donde hay amor hay respeto. La Alameda. Sevilla. Caracol, Pastora, Tomás… Si pienso en la responsabilidad, entonces a lo mejor ni cantaría». Esto dice el Tarzán del quejío de almíbar. Habla con pausas de genio, como si tallara las palabras en la carpintería de su alma. Su acento está a mitad de camino entre el manchego y el andaluz. Por soleá la cadenita de oro que lleva por fuera de la camisa tintinea. El crucificado juraría que expira cambiando el dolor por el júbilo. Cuando termina cuenta que la inspiración le pide unas guajiras. Antes de empezar a cantar, mira al público y suelta: «Si queréis saber lo que me ha pasado en la mano, luego sus lo cuento» . Las butacas se desternillan por la espontaneidad. La guitarra entona un himno alegre, da saltos de ilusión. La voz es un billete en primera clase a cualquier rincón. De un solar de La Habana a una covacha en Cádiz. Una dulzura inusitada que se ve asaltada de repente por un túnel de hondura. «Si es que no me he mirado nada», dice en el siguiente impasse. Se contagia de las carcajadas del público. Cantes de la mina. Taranta. Otra vez una montaña rusa asola el Teatro. Aprieta el puño sano y parece que está espachurrando pesares. Estremece, apuñala. Tiembla un cuerpo enclenque que lleva dentro un quintal de esencias. «¿Qué hacemos ahora, Antonio?», le pregunta al veterano que agarra la palabra con la ternura estallándole en los párpados. «Yo conozco mucho esta tierra. Estuve aquí en el servicio militar, en un cuartel que hay en la carretera de Dos Hermanas. Y me hace ilusión contarles que es la primera vez que toco aquí». Israel le invita a tocar algo en solitario y apostilla que es un músico aficionado, pero uno de esos aficionados que sabe más que cualquier profesional. Ojos verdes a la guitarra. La gente agradece y aplaude. Ya con la carrerilla cogida, El Relojero va a ponerse a contar por qué lo de Serva la Bari y Sevilla, pero el de Toledo lo corta. «Vamos a hacer un poquito por tangos, Tío Antonio». Los asistentes vuelven a mondarse. ¿Está ahí bien la cejilla? Vamos allá, tito. Que lo estás bordando. Israel se hace un gurruño y estremece hasta hasta las paredes. El metal llega al techo. Ocurre lo mismo por seguiriyas. Antes de cantar las granaínas, aclara que lo de la mano le ha pasado esquiando en Sierra Nevada. Cuando termina, el guitarrista vuelve a pedir la vez para hablar de lo que ha cantado su pupilo. Menciona a los antiguos, a los viejos. Vuelve a desempolvar batallas de antaño, va a comenzar una masterclass de historia con la guitarra sobre las rodillas. Israel lo vuelve a frenar con el cariño en la mirada. «¿Hacemos un poquito por bulerías, tío Antonio?» . Las gente está en el suelo. Él anota, también entre risas, que su acompañante es un oráculo del flamenco, una fuente de la que su cante ha bebido. Es de otro planeta cómo cuando empieza a sonar la guitarra , la pareja se desconecta del mundo. Lo que hace dos segundos era la hilaridad más rotunda, ahora se convierte en flamenco cinco estrellas. Lo que antes era comedia, ahora es el llanto sagrado de Andalucía. Terminan por fandangos. Las cuerdas de la guitarra de Antonio son las manillas que cuentan un tiempo que va a cámara lenta. Israel se pasea por allí con la sensibilidad temblando, poniendo la voz donde le apetece, en un sitio en el que no existen los años, los meses, las semanas, los días, los minutos y los segundos.