Se canta lo que se pierde

La ristra de pregones de Calixto, del cerrajero al frutero, fue el anuncio de un catálogo de voces sin tiempo. Generación del cante de bronce. La toná de José de la Tomasa desde el balcón del Rey tenía metales del fondo del río. Patrimonio de la humanidad. La bulería por soleá del Nano era el rescoldo de una forma de cantar que flota sobre el compás y da más valor al soniquete que al poderío. Garganta desconchada, corazón encalado. Los tangos extremeños, por arriba, de Juan Villar tenían más vida por detrás que por delante, más conocimiento que capacidad, más profundidad que anchura. Y el ramillete por bulerías fue una exhibición de personalidad. El cante no consiste en poder, consiste en tener algo que decir. La decadencia es bella. Porque procede del esplendor. Pero también es triste. Porque camina hacia la nada. Marcelo Sousa por farrucas y seguiriyas dio los gañafones de la quinta. El hijo de Pies Plomo gimió en la cabal lunera del Planeta, pero a su manera, por sus callejones, como en el fandango chocolatero. Y el maestro de Mairena limpió el suelo con su vendaval por tientos y bulerías menores. Pero la reunión de cayos reales fue lo que decía Machado: se canta lo que se pierde. Camarón resumió por bulerías toda su perdición: la vida es un contratiempo. Pero igual que se han quedado quietos los siglos del Alcázar se parará el reloj en la voz de estos maestros, a los que se puede aplicar la máxima del Gallo: clásico es lo que no se puede hacer mejor. Y el tiempo sólo puede convertir este recital de pelos blancos en esculturas de sonido. Para que las limpien las voces que aún no han nacido.

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