Gonzalo Santonja desvela el verdadero origen del toreo a pie
En la ‘Epístola a Lucilo’, Séneca sostiene: «Los hombres dan mayor crédito a lo que ven que a lo que oyen» («Homines amplius oculis quam auribus credunt»). Y si aquel lejano pero siempre actual sabio latino de Córdoba está en lo cierto, entonces bastaría con ir a Toro, villa que atesora un patrimonio histórico-artístico deslumbrante, y entrar en el Palacio de los condes de Requena, edificio de finales del XV, para asumir a primera vista que el origen del toreo a pie está en la Edad Media. La demostración o el tapabocas descansa en el capitel que corona la columna que saldrá al encuentro del visitante en cuanto traspase la puerta, capitel procedente del convento de San Ildefonso, levantado por disposición de María de Molina, esposa de Sancho IV, entre 1285 y 1290 y del que ya di noticia hace cerca de tres lustros en ‘Por los albores del toreo a pie’ (2010), pero ya se sabe que, como sentenció Azaña, en España la mejor forma de guardar un secreto consiste en desvelar su misterio en un libro. El capitel en cuestión, que salta a la vista en cuanto se accede al patio central, un espacio de serenidad y hermosura presidido por los blasones de varios linajes nobles, expone con coherencia y en orden las secuencias de la fiesta popular del toreo a pie castellano (y español, porque estoy persuadido de que el toreo es de todos, también por los orígenes). Prescindiendo de las dos escenas iniciales, la primera a considerar es la de un caballero que acude en amparo de los toreadores a pie, función apuntada en el memorial en defensa de los toros dirigido por el doctor López de Velasco en 1570 a Felipe II: «En las plaças concurre muy ordinariamente gente de cavallo, que guarece a los de a pie», imagen aquella y texto este que desmienten el cuento de esa lidia desordenada o hasta caótica que algunos se empeñan en dar por única, porque haberlas, lo que se dice haberlas, pues sucede como con como las meigas: que haberlas sin duda las habría, pero que de ningún modo marcan ni representan la personalidad de la Fiesta, presidida desde muy pronto por la voluntad de un orden al servicio tanto de la seguridad de las personas como de la integridad del toro, preocupación esta palmariamente consignada, verbigracia, en las Ordenanzas abulenses de 1334, con dos caballeros comisionados para preservarla «so pena de quinientos maravedís» para los infractores, multa nada venial y disposición pionera. La escena central reviste especial interés. Nada más y nada menos que un toreador y un toro. Este le ofrece la capa por abajo, inclinándose para arrastrarla y atraer su atención, atención que consigue fijar, evitando que el astado se cebe en otro objetivo. ¿En cuál? En el compañero cogido que yace a sus pies, inerme e indefenso, conmocionado y al pairo de sus cornadas. Por ahora se trata de la primera representación conocida de un quite. Pero no es sólo esto, porque el morlaco de la peripecia se demuestra temible. Por los aires aparecen unas posaderas, dicho en el román paladino de Gonzalo de Berceo, «en qual suele el pueblo fablar a su vecino»: un culo pajarero y desabrigado. Son las partes traseras del propietario del rostro espantado que asoma por detrás de la cabeza del toreador del quite. El toro lo ha lanzado por las alturas y él se muestra, a su pesar, desgalichadamente, exponiendo el capitel a las claras que a fuerza bruta siempre gana el animal, o sea, que el toreo es otra cosa. El autor de estas labras no sería un tallista de segunda ni un picapedrero más. Cincela los movimientos, da forma a la expresividad, capta el sentido de las acciones, esculpe una historia viva y graba la verdad de un festejo popular. Lo repito: nada de tumulto. Un jinete amparador y un subalterno al quite, ¿no denota esta composición una lidia gobernada por el concierto? El toro, por lo demás, presenta en el costado una banderilla, luego ha sido banderilleado. Y para que nada falte, a continuación aparece la representación de la suerte suprema. No queda ni el menor resquicio para la duda: lo que hay es un torero preparándose para entrar a matar. La muleta por abajo y cruzada, la espada en la mano derecha y la vista al frente. La muleta, insisto, no el capote: compárense sus dimensiones con las de la pañosa que en la escena precedente ofrece al toro el protagonista del quite. Si «hay cosas que a cosas llegan», como escribe Cervantes en Don Quijote, aquí tenemos la de la estocada en el siglo XIII. Otra evidencia, por reveladora, desveladora de sueños rancios. Y ya consumada la suerte suprema, al toro caído se le echaba la jauría, perros adiestrados, guiados por vaquero, no perros montunos al estilo de los que aparecen al comienzo del capitel, seguidos éstos por unas figuras simiescas (dos machos y una hembra, a la que uno parecería estar despulgando) y por un perro disputándose una gallina con un zorro, tres escenas que fijan el dominio de lo silvestre. En esta representación final, dos perros prenden al toro por las orejar mientras otro, arrastrándose por debajo, lo aferra por el hocico, inmovilizándolo entre los tres. La lidia concluía como este capitel revela: abatido el astado, se le despenaba y a otra cosa, figuradamente como recomienda Muñoz Seca en ‘La venganza de don Mendo’: «Y entonces, sin embarazo,/ se le atiza un estacazo,/ se le mata y a otra cosa».Las cosas en su sitioEn fin, hace falta empeñarse en profesar de ciego de entendederas, aferrarse al tedio de las repeticiones a machamartillo, cuidarse los sabañones mentales con agua de rosas y, ante las evidencias, frotarse la razón con ortigas para no reconocer en este capitel románico del siglo XIII las raíces de la llamada «corrida moderna» y seguir alimentando la especie de que el toreo a pie surgió en el XVIII cuando los nobles abandonaron las plazas al pasar la corona de los Austria a los Borbones y mostrarse estos contrarios a la Fiesta. En dicho sentido, este capitel toresano pone las cosas en su sitio, lo cual, como puntualizó Bergamín, no es lo mismo que dejarlas en donde estaban. Suele ser lo contrario, y aquí lo es. Qué esto desmonta algunas lecturas, bueno pues vuelvo y termino con otro aforismo bergamesco: «–¿Tienes dentro de ti todo lo que has aprendido?/ –Lo tengo a mi lado; en el cesto de los papeles». Contra figuraciones y equívocos, desde este capitel se proclama y en él resplandece la verdad del toreo a pie en los siglos del románico.