El crepúsculo de los ídolos (de pies de barro)

Acaba de jurar Trump el cargo y se han llenado los diarios de artículos saludando el fin de la era woke. Es como cuando murió Franco, que, de la noche a la mañana, todo el mundo se despertó antifranquista. Hay, es obvio, un hartazgo de todas las banderas que ha enarbolado la izquierda en los últimos años…. incomprensibles, la mayoría, hasta para la propia izquierda. En España, y sin ir más lejos, se ha erigido en cancerbera de los nacionalismos más ultramontanos, en lugar de seguir siendo garante del principio de igualdad de todos los ciudadanos: cómo se pasa de abogar por la revolución mundial, a la manera de Trotski, a defender la legitimidad de los fueros vascos, al modo de Arana, es algo que no lo explica ni el mero tacticismo político, sino la pura necesidad de nutrir sus redes clientelares. Pasa lo mismo con las cuestiones que, para facilitar su digestión, se tildan, almibaradamente, de «sociales», pero que no han hecho sino dividir y enfrentar a esa sociedad que supuestamente buscaban proteger. Se ha legitimado, por ejemplo, que para aquilatar a una persona cuente más su raza que el número de obras de Shakespeare que ha leído: nadie entiende que, a igualdad de méritos, un trabajo se lo quede aquel cuyos antepasados evisceraban prisioneros en honor a Huitzilopochtli o practicaban la devshirme en los Balcanes por aquello de tener que resarcir supuestos agravios históricos. Lo malo es que, en general, ni siquiera se llega a tanto. Porque la mayoría de estas políticas tiene escaso andamiaje teórico y aún menos coherencia con la realidad de las cosas. Crean y defienden leyes sobre el aborto quienes no saben distinguir el ectodermo del endodermo. Obligan a usar el lenguaje inclusivo los que ponen coma entre el sujeto y el verbo. Y promueven el cambio de sexo aquellos que confunden un ovocito con un óvulo. Y no se trata de ser pedantes, ni tampoco de creerse más sabios que nadie, sino de ser rigurosos en relación con lo que se afirma y defiende, y, sobre todo, de no supeditar la evidencia científica a la ideología, porque, en último término, estamos tratando con el bienestar, la salud y hasta la vida de la gente. Al final, cuando logramos apartar toda la mistificación que las envuelve, lo que tales políticas ofrecen a la vista es, casi siempre, la mera voluntad de poder. Porque más allá del sectarismo y más allá de la ignorancia, todo lo woke ha terminado sirviendo, casi siempre, para beneficiar a los propios (con cuotas, ayudas, puestos y prebendas) y marginar al resto (con cordones sanitarios, acoso en las calles o libelos en los medios), arramblando de paso con los frenos y contrapesos que hacen medianamente soportable la vida en sociedad, tanto los públicos (la judicatura o la prensa independientes), como los privados (la moral o la ética). Todo el movimiento woke ha resultado ser, en suma, un fiasco, un ídolo con pies de barro. Pero como dejó escrito el propio Nietzsche acerca de ese libro suyo que da título a la tribuna, «la vieja verdad se acerca a su final». Y en esas estamos. Y como en el cuento de Andersen, ha bastado un solo grito histriónico, proferido desde el Despacho Oval, para que la gente haya despertado de su ensoñación (los menos), el miedo (algunos más) o la indiferencia (la mayoría), y hayan quedado expuestas a la luz las carencias y las miserias de esta ideología que nos ha tratado con demasiada suficiencia durante demasiados años. Nada nuevo bajo el sol. También sucedió con el franquismo, el socialismo real, el nazismo y un largo etcétera de ismos hasta llegar a la cueva de Altamira. El problema es que da la sensación de que hemos salido de una pesadilla para ir a caer en otra, que tiene ya hasta nombre propio: tecnoautoritarismo, es decir, el poder omnímodo de los oligarcas que controlan los medios digitales. Y eso es lo que no debe suceder, que ahora, sin solución de continuidad, pasemos a ensalzar el individualismo más descarnado, a abandonar el cuidado del medioambiente, a dejar que el mercado imponga (más todavía) sus intereses al Estado y en general, a permitir que se cumplan, en toda su magnitud anunciada, el tipo de cosas que parecen llenar la agenda del nuevo presidente norteamericano. Al despropósito woke no podemos responder newtonianamente, con una reacción de igual intensidad, pero de signo contrario. Hay que actuar aristotélicamente, esto es, defendiendo la virtud del justo medio, ese punto en donde convergen el idealista y el pragmático, y en el que lo deseable queda templado por lo necesario. Hay que acabar con los conciertos económicos, el cambio de sexo a los menores, la falta de control en las fronteras, la desindustrialización sistémica y el largo rosario de malas políticas que nos ha traído el mundo woke. Pero no podemos sustituirlas por el desprecio a las minorías, las deportaciones indiscriminadas o el desarrollismo incontrolado. Y urge, sobre todo, terminar con la estigmatización de lo que somos. Porque el principal daño del movimiento woke ha sido la banalización de Occidente y la creación de un mundo sin valores estables, puesto que había que aceptar que toda verdad era relativa y, por tanto, que toda falsedad podía ser verdadera. Dejemos de flagelarnos por lo que fuimos y, sobre todo, por lo que nunca fuimos. Tenemos que recuperar y reeducarnos en los valores que trajeron lo mejor de Europa: la racionalidad clásica, el espíritu cristiano, la sociedad mediterránea. Europa no es Bruselas y no es Davos, ni tampoco la Agenda 2030. Europa es, ante todo y como defendió Stefan Zweig, una patria espiritual. Y llevamos demasiado tiempo siendo apátridas en nuestra propia tierra.SOBRE EL AUTOR Antonio Benítez Burraco Catedrático de Lingüística general de la Universidad de Sevilla

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