El fin de las maneras en la era Trump

La cultura de la cancelación siempre intenta eliminar la posibilidad de redención de sus objetivos. Una vez que alguien ha pecado se convierte en irrecuperable para la ‘sociedad’. Una de las mejores consecuencias de la victoria de Trump es precisamente la recuperación de la redención como mecanismo social alternativo a la cancelación. Además, la redención es una parte importante del ‘ethos’ americano, que como el de cualquier cultura de colonización, está constituida por una población que ha huido de su origen y se instala en un nuevo territorio para construir sus propias normas. Los padres de la patria americana no eran precisamente santos, sino todo lo contrario.Benjamín Franklin, sin ir más lejos, fue un mujeriego, un ladrón, un falsificador y un libelista. Alexander Hamilton protagonizo el primer escándalo sexual de los Estados Unidos de América por su relación extramarital con Maria Reynolds, por cuyo marido fue extorsionado. Aaron Burr mato a Hamilton en duelo y fue un conspirador y un traidor. Y por supuesto, Jefferson tuvo como amante a una de sus esclavas negras… Mucha testosterona ―y sus correspondientes estrógenos, un interés por la materialidad de mundo y un desprecio olímpico por las maneras es lo que siempre ha caracterizado el ‘ethos’ americano y lo que parece impulsar la nueva era trumpiana. Lo mejor de Trump es que haya sido malo, porque nos redime a todos los que nos hemos negado siempre a ser buenos: su progresismo no está tanto en los contenidos como en su estilo canalla.La nueva era de Trump y su abandono de las formas supone el retorno a la materia y a la naturaleza, el renacer de lo que podríamos llamar una ‘nueva fisicidad’. Y es que la guerra cultural gramsciana no tiene nada que hacer contra el verdadero materialismo no dialectico. No hace falta ganar la guerra cultural porque está perdida de antemano contra los átomos, como dice Thiel. Frente a las neolenguas ‘woke’, los abdominales de JFK Jr., los bíceps de Bezos y el ‘kickboxing’ de Zuckerberg. A eso hay que añadir la reaparición descarada de la feminidad exuberante de la mujer-bandera: las tetas de Sydney Sweeney como el icono de la nueva derecha norteamericana. O las curvas de Melania, o los escotes vertiginosos de Lauren Sánchez, la novia de Bezos, a quien Megyn Kelly ha acusado, en un subidón de estrógenos, de vestirse «como una puta» en la mismísima inauguración. Al mismo Zuckerberg le pillaron deleitándose en los activos de Sánchez, en un alarde de la nueva masculinidad que reclama para esta nueva era dorada de la tecnología. Un espectáculo realmente edificante tras cuatro años de cuerpos disminuidos, fofos, débiles, torpes y enfermizos, de seres andróginos, adictos y depresivos, sin testosterona ni estrógenos, donde la Casa Blanca se convirtió en un verdadero escaparate de lo que Christopher Rufo denomina «la sociedad del Clúster B».Ya se lo dijo Musk a Joe Rogan en 2020: «La física es la ley y todo lo demás no es sino una recomendación». La nueva micromaterialidad de los códigos genéticos y las hormonas que se manifestó desde la misma inauguración de Trump es la perfecta antítesis de los juegos de lenguaje posmodernos. El derroche de testosterona y estrógenos y la heterosexualidad intensificada son los primeros signos visibles de la inminente prevalencia de los códigos naturales, el ADN y las hormonas―sobre los códigos culturales y las neolenguas, donde todo es posible, donde el sexo es una mera determinación lingüística y donde las distintas razas tienen siempre las mismas capacidades físicas y cognitivas, por imperativo moral buenista de la justicia social. En cambio, las leyes de la física, la genética y la química son inexorables y carecen de moral y de modales. ‘De Rerum Natura’ es imbatible.No me hago muchas ilusiones de que Trump se ponga a investigar fenómenos electromagnéticos y ópticos como Franklin, o que cultive una biblioteca enciclopédica como Jefferson, pero al menos sabe que una losa de hormigón lleva un mallazo dentro. Y puede que haya encontrado la oportunidad perfecta para redimirse a sus 78 años, a la vista de lo que ya ha empezado a ocurrir ya desde la inauguración. Lo que es seguro es que la desfachatez de la nueva era trumpiana nos va a sacar del piloto automático en el que llevamos sumidos casi dos décadas y nos va a dar mucho que pensar.No voy a comentar ahora sobre la batería de decretos que firmó Trump el 20 de enero, que en sí mismos necesitarían otro ensayo. Muchos se contradicen entre sí e incluso reniegan de la Constitución. Pero lo que sí quisiera resaltar es su contenido estético, que oscila entre la inocencia y la pura lírica: «Poner a la gente por delante de los peces»; «liberar la energía (norte)americana…». Sin embargo, algunos no han terminado de entender el potencial de su nuevo lenguaje ‘post-woke’. Por ejemplo: «Defensa de las mujeres contra el extremismo de la ideología de género y restablecimiento de la verdad biológica en el gobierno federal», debería haberse abstenido de juzgar el ‘extremismo’ para concentrarse en la acción pura.El desarrollo del nuevo estilo ‘post-woke’ pasa por evitar la negación y el juicio crítico y concentrarse en la inocencia y la pura afirmación. Yo les recomendaría que mirasen los vídeos de Ro-Ro, la reina indiscutible del discurso post-crítico global,―en los que nunca critica a nadie o se pregunta por el significado de sus acciones, sino que solo explica cándidamente sus alquimias. El decreto con un contenido estético más explícito es el de: «Promover la belleza de la arquitectura cívica federal», que es un decreto que Trump dictó ya en 2020 y fue inmediatamente derogado por Biden, y en el que ahora se reafirma, aunque en una versión reducida. Ya en 2014 Xi Jinping, que ya entonces sabía mucho de revoluciones culturales, había hecho una afirmación parecida en favor de la modestia arquitectónica durante un simposio literario: «Se acabó la arquitectura rara». Pero nunca le dio una forma legal. Por el momento, la arquitectura es el único ‘arte’ que es objeto de un decreto trumpiano, porque probablemente es el más escurridizo en relación con la Primera Enmienda: ¿podría alguien querellarse contra este decreto por obligar a los arquitectos ―o a sus clientes a expresarse forzosamente en lenguaje neoclásico en los edificios federales? ¿No es esto similar a la imposición de pronombres y neolenguas ‘woke’ por parte de la administración precedente en los documentos oficiales? Es fácil querellarse contra las neolenguas, pero la arquitectura opera de una forma subliminal. La intuición de Trump es interesante: los modelos neoclásicos que ha decretado representan la estabilidad, el orden, la jerarquía, la homogeneidad, en lugar de la deconstrucción, la inestabilidad, o la diferencia. Pero, al contrario que los códigos genéticos o las hormonas, el decreto opera fundamentalmente a través del lenguaje (arquitectónico) en vez de la materia. Solo van a producir más arquitectura posmoderna, en vez de sintetizar la anhelada arquitectura ‘post-woke’. Además, Trump es un dudoso juez de la belleza arquitectónica porque tiene el pedigrí equivocado: ¡Es un posmoderno! Y de la variante hortera… Los consejeros arquitectónicos de Trump deberían usar menos el lenguaje y pensar sobre la eficacia despiadada de las arquitecturas norteamericanas originales: el ‘balloon-frame’, la estructura metálica en altura, el muro-cortina, y todas sus microfísicas no significantes como las del ADN y las hormonas―que permitieron construir la mayor clase media de la historia sin hacer una sola referencia a la moral o a la justicia social. El mero intento de definir el estilo, la ‘manera’ de la futura arquitectura cívica federal, como un problema de lenguaje y representación, revela que Trump aún no ha entendido que su verdadera posibilidad de redención es carecer de maneras y ser tan canalla como los padres de la patria.SOBRE EL AUTOR Alejandro Zaera-Polo es arquitecto

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