La izquierda mató la conversación

Desde que Trump regresó e iniciara un idilio político con Musk, propietario de X, el Gobierno de Sánchez, y en general la izquierda, ha emprendido una batalla contra las redes sociales y se ceba especialmente contra el gigante del pájaro azul. Desde hace semanas, figuras influyentes de la izquierda han anunciado que abandonan sus cuentas. Si esta tendencia persiste, podría marcar un nuevo paso en la erosión del modelo de comunicación pública.Si existen razones para un debate sobre la acumulación de poder de Musk y la compatibilidad de su condición de propietario de X y su puesto tan destacado en la Casa Blanca, aquí está en juego otra cuestión. De fondo aparece cómo el poder político acusa más o menos veladamente a las redes de manipular a los ciudadanos que no les votan. Para explicar su desafección, los perfilan como raptados por oscuros algoritmos que explicarían mediante un manojo de teorías más o menos conspirativas, el creciente apoyo que reciben las opciones de derechas en numerosos países del mundo, incluido el nuestro. Denuncian que las plataformas han tomado un nuevo y peligroso rumbo. En realidad, no han cambiado tanto. La visión inicial y utópica de la discusión que se tenía en los primeros años de este siglo pronto se vio amenazada por la creación de cajas de resonancia y otros vicios. Mucho tiempo antes de la aparición de la derecha populista hubo que convivir con corrientes extremistas, identitarias y vociferantes. Se hicieron habituales la desinformación, las amenazas, la cancelación y el acoso que nunca se llegaron a evitar de manera efectiva y en muchos casos se dieron por buenos. Las políticas de contenidos no funcionaron como se esperaba y las empresas mostraron cierta indolencia en la supervisión. Se demonizaron ciertos colectivos, ideas y esferas de opinión generalmente adscritas a la no-izquierda, orillados por una espiral del silencio. Cabe recordar, como ejemplo, la infame humillación a la que se vieron sometidas las familias de toreros fallecidos en la plaza, como Víctor Barrio. Se les dirigieron mensajes ultrajantes que reprendieron los tribunales, pero que esas plataformas no lograron –o no quisieron– parar. El debate sobre el anonimato resulta profundo y complejo, aunque tampoco es nuevo. Sorprende que el Gobierno pretenda terminar con las cuentas anónimas cuando las han utilizado contra sus adversarios. Tal fue el caso de ‘Mr. Handsome’, la cuenta dedicada a jalear al presidente y que manejaba una trabajadora del PSOE a sueldo del Congreso. La toxicidad y sus inercias no llegaron con Musk, ni con Trump. Acaso la novedad consiste en que ahora también afectan a una izquierda airada que busca otros espacios en los que se cuestione menos sus posiciones. Esta definición de compartimentos ideológicos –el famoso muro sanchista– supone la muerte de la conversación. Deben ser cuidadosos para que su gesto no se interprete como una rabieta por la que, perdiendo la partida, dan una patada al tablero. Hasta ahora, el intercambio horizontal que permitía la red era muy celebrado por la izquierda como prueba de salud democrática. Que las redes dieran la oportunidad a cualquiera de dar su opinión se consideraba como muestra del vigor ciudadano de sociedades abiertas como las de nuestro entorno. En sistemas totalitarios, los ataques a las plataformas siempre se han considerado una señal inequívoca de coerción. Estos regímenes temen la expresión y la reunión de la disidencia, que perciben como intolerable y manejada por villanos extranjeros. Los apagones de las redes siempre han evidenciado las ambiciones autoritarias de los gobiernos que los ponen en marcha. En esto ha existido un consenso entre las izquierdas y derechas del orden liberal que ahora parece, lamentablemente, roto.

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