No es no

Ya no son más. Al menos por ahora han dejado de serlo. La mayoría de investidura no funciona como mayoría de legislatura para desesperación de un Sánchez al que Puigdemont trata con una mezcla de rabia y despecho. La derrota de esta semana, con el subsiguiente enredo de las pensiones y los precios del transporte, es consecuencia de la imposibilidad de aprobar unos Presupuestos –sobre los que ni siquiera existe un proyecto– cuya ausencia obliga a aprobar ciertas medidas rutinarias por decreto. El problema no debería pasar de ahí cuando se trata, como es el caso, de decisiones de amplio consenso pero la tentación de hacer trampas es demasiado fuerte para este Gobierno. Y por una vez el plante de la derecha, incluida la separatista, ha dejado al descubierto el clásico truco filibustero de colar normas secundarias sin acuerdo. La tautología del «no es no» ha rebotado por las paredes del Congreso para caer como un bumerán sobre la cabeza de Pedro.Un gobernante consciente de su responsabilidad aceptaría el fracaso y prepararía de inmediato un nuevo decreto limitado a las medidas que cuentan con suficiente respaldo parlamentario. El sanchismo, sin embargo, tal vez tenía el revés descontado y pretende usarlo para volver contra los adversarios la consabida estrategia del relato. El plan alternativo consiste en descargar sobre la oposición la culpa de que los jubilados vayan a cobrar menos y los usuarios de tren o autobús paguen el billete más caro. El «dolor social», lo llaman los fabricantes de sintagmas publicitarios. La novedad es que el PP ha aceptado el reto en términos de comunicación política, el más vulnerable de sus flancos, la principal vía de agua de su liderazgo. El pulso es interesante. De un lado, la superioridad socialista en la conversación pública y el espacio mediático; de otro, una razón difícil de explicar con el esquematismo semántico que impone el marco mental contemporáneo.Habrá que esperar a las encuestas para saber si los ciudadanos ‘compran’ la propaganda asustaviejas de los portavoces gubernamentales o se sienten rehenes de un frívolo chantaje, sin descartar que acaben hartos de convertirse en víctimas colaterales del forcejeo de sus representantes. El aspecto más desalentador del asunto es la conversión de la actividad pública –y en especial de la de gobernanza– en una mera batalla de mensajes donde la capacidad de hacer ruido importa mucho más que el fondo argumental de las partes. En medio de ese alboroto nadie ha cuestionado si hay que subir las pensiones en un sistema a punto de quiebra o si la subvención de los transportes sigue siendo, tras el descenso de la inflación que la motivó, una providencia razonable. A quién le podría interesar un debate de esta clase cuando se pueden agitar las pasiones elementales de unos votantes acostumbrados a encerrarse en la cámara de eco de sus prejuicios más tenaces.

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