Un mundo extraño
En el mundo subterráneo, burbujeante de humedad e insectos, no caben las explicaciones, sólo el significado, y de las raíces más retorcidas y oscuras brotan, siguiendo la lógica del sueño, las flores más bellas.Sin haber visto una sola de sus obras, fue tal vez David Lynch el único hijo legítimo de Buñuel , no por réplica u ósmosis, no, por tanto, por herencia (a Lynch, Buñuel le daba igual, o así habría sido de haberse topado alguna vez con sus hormigas mudas, sus santos encaramados, sus burgueses circulares, sus bellas cojas), sino por haber renunciado ambos al gobierno de lo descriptible para zambullirse, insensatos, en la inefabilidad del inconsciente.Con látex y hambre y determinación y pegamento, se inventó la película de los modernos que no habían llegado a tiempo a ‘El topo’, de Jodorowsky (menos buñuelesco que Lynch por querer, precisamente, serlo), pero que fumaban las mismas cosas y con igual fruición: ‘Cabeza borradora’, una sinfonía ingobernable que reclamaba el concurso de la percepción, no del sentido, y la renuncia al entretenimiento; la sensorialidad como mensaje y la perturbación como fin, pura fascinación para espíritus henchidos o faltos, según, hasta que, tres años más tarde (la mitad de los que le llevó parir su bebé mutante), se sometiera al corsé de dos plumas primerizas para que su sensibilidad y vuelo se revelaran inesperadamente narrativos. A través de ‘El hombre elefante’, su segundo monstruo en blanco y negro, el cine convencional le hacía hueco y trataba por primera vez de absorberlo.Hay escamante consenso sobre el borrón que fue ‘Dune’, la-película-que-sobra, también la más importante para su reafirmación como artista inflexible y, en adelante, dueño de sí. A despecho de su reivindicable calidad, se comprende que el autor abjurara de la industria y sintiera, con la convicción de los iluminados, que no había venido a este mundo a encontrar trabajo, sino a reconocerse. ¿Habría sido ‘Terciopelo azul’, primera de sus obras magnas, tan libre y propia sin el dolor infligido por las arenas? Poco importa. «Es un mundo extraño», le dice Kyle MacLahlan a Laura Dern –mecidos ambos por Angelo Badalamenti y Julee Cruise, compañeros de compás entonces y de vida y muerte hoy–, y con ella a todos nosotros, arrobados, confundidos, fascinados, turbados, inexplicablemente satisfechos. ‘Twin Peaks’ agrandó con su arrebato los límites del televisor –que cambian cada año, parece– haciendo del interrogante el inopinado nuevo plato de la mayoría. El bajo de Badalamenti percutía las nuevas pesadillas de un espectador que no sabía que no necesitaba entender nada, aunque lo reclamara; sediento, en realidad, de opacidad. ‘Corazón salvaje’, segunda obra magna de tres, fue su cegador regreso a Oz, también su último puente con el impensado gran público. En ella cupo Elvis como cupieron las hadas buenas, los sesos hechos puré, las manos en las fauces de los perros, la llama (extinguible) de los amantes. Cannes tiembla, las salas bullen, las jóvenes serpientes cantan, las nubes se levantan… Lynch no transige, más cerca cada vez del frenazo que la realidad le tiene reservado y que tendrá extraña prefiguración en ‘Twin Peaks’: Fuego camina conmigo, criatura con misterio y sin textura, sobrada acaso de autoconciencia, rasgo que en general esquiva. «¿Por qué tendría un director que aceptar las imposiciones de nadie?», dice. «¿Quién es nadie, nadie en absoluto, para interponerse entre un artista y su obra?». Sólo Barry Gifford, pluma reincidente en su inventario –’Corazón salvaje’ los unió–, se interpone amable entre él y ‘Carretera perdida’, la tercera de las magnas y el último animal esencialmente cinematográfico de Lynch, imponente en cada encuadre, mirada, jirón de luz, sonido, uno de los organismos palpitantes más hipnóticos de su legado y, por tanto, de siempre; antes de abrirle la puerta (no pueden ponérsele al campo) a ‘Una historia verdadera’, tan profundamente lynchiana que se diría de otro, la única, quizá junto a ‘El hombre elefante’, que admiran de verdad quienes no admiran a Lynch.¿Es David Lynch –lo fue– un orate abstracto y experimental, caldo de adhesiones y repulsas, mucilaginoso y simplemente estético? ¿O más bien fue –es– un narrador sorprendente, exultantemente indescifrable, pero también preciso y sabio? Cuando en ‘Mulholland Drive’ hace que Justin Theroux –que encarna a un director de cine– le explique a su protagonista cómo abordar una escena, nos pasmamos ante el dominio exacto, casi didáctico, de su oficio, sin malditismo ni abstracción pictórica que valgan, ritmo y gestualidad sólo; Lynch trasciende al viejo brujo que empapa de tinieblas las paredes y las pone a respirar.Prematuramente condenado al culto, el ahogo financiero de sus proyectos postreros lo devuelve al taller del experimentador. Hacer es hacer, después de todo, se mida con millones de almas o sólo seis, consigo mismo o los ojos curiosos de su nieta. Se lamenta de la dificultad irracional de obtener una respuesta pronta de productores atados a productores atados a otros productores, incapaces de leerse nada antes de tres meses, colgados del teléfono del yate, siempre en las islas griegas, o de dar un no o un sí –que siempre es no– antes de un año, que en un solo parpadeo es ya la década que sigue al parto de ‘Inland Empire’ –videoarte narrativo, y al revés–, antes de reempadronarse en Twin Peaks, en el Great Northern Hotel, rodeado de bosques y cascadas, insobornablemente hermético, aunque con inferior músculo, dispuesto a arrojar al lago al menos una piedra más: un episodio maestro que siga dibujando ondas años después de su impacto. Lo logró, naturalmente.Vive y muere David Lynch, el cineasta circunspecto, animado (y drenado) a base de nicotina y Coca-Cola, que sólo aceptó parecerse a sí mismo; el improbabilísimo referente de una generación entera que, cuando lo hizo mal, intentó copiar sus modos, y, cuando mejor lo hizo, se inspiró en su actitud y compromiso, que asumía limitaciones, pero nunca órdenes. Vive y muere David Lynch, el bluesman de pelo tallado, maestro sin escuela ni discípulos, el único residente, trompeta en mano, de su metro cuadrado. Vive, porque muere, David Lynch. Es un mundo extraño. Un mundo extraño…SOBRE EL AUTOR Rodrigo Cortés es cineasta y escritor