Curro, de 24 quilates
Existe un arte que pretende ser artístico, así como un arte que sencillamente ni se sabe ni desea ser otra cosa que lo que es… arte. Arte porque sí, arte sin más. Podríamos hacer una similitud con el oro; los hay de 18, de 22, de 24 quilates… y diré que, al igual que el oro, también en la historia del toreo han existido toreros de diferentes quilates. Los ha habido de 18, de 22, pero de 24 quilates, a mi juicio, sólo lo han poseído Belmonte, Cagancho, Curro Puya, Curro Romero y Rafael de Paula. Y aquí no manda nadie. Nadie tiene culpa de nacer o no nacer con ello. Y es que hay un arte que vemos, así como un arte que nos hace ver, escribí en mi libro ‘Quejíos’, y es ese que nos hace ver el que alcanza el más alto significado de cultura asida e indeleble. La realidad trascendida a otra naturaleza propia, tan íntima y solitaria, que nos parece un oro aún en bruto. Es esa otra realidad que te lleva a otros lares, cuando lo que menos importa es lo que se hace, pues lo verdaderamente inaudito es el cómo se hace. Y en esa vertiente en pintura es lo que nos dijo Velázquez y Van Gogh, así como en música están esos Mozart y Beethoven. Diré, que de los que he visto y oído, sólo en Curro y Rafael se ha producido ese pseudo milagro de aquello que nos hace ver con los ojos del alma, la mágica unción de la catarsis. Y ahí se engloba tanto la bronca como el clamor, el fracaso estruendoso o la piel de gallina por no creernos ver la belleza que contemplamos. Y es en ese no creer lo que se ve, lo que con el tiempo mejor vemos. La crudeza del espíritu que sobrepasa la carne como los clavos hicieron con Cristo en la cruz. Aquello que tantas veces supera a los ojos de los ignorantes. La luz de Curro Romero está amparada en su íntima sinfonía con el tiempo, pues si bien es cierto que el hombre no puede parar al tiempo, sí que se puede hacer pasar al tiempo por uno mismo. Hacerlo cómplice, como hacía Curro con el toro, cuando en el embroque le susurraba el secreto de su misterio, de una manera medida, fogosa y casi silenciosa. Y es que en arte nada es totalmente verdad ni nada totalmente mentira. O dicho de otra manera, el arte es mentir diciendo tu gran verdad. Tu solísima verdad. Esa verdad que es inquietud de un misterio que por otro lado jamás se termina de desvelar, pues guarda en sus meandros celosamente un sentimiento último. Decir el toreo, como lo ha dicho Curro, es sentir el sentimiento, que emocionadamente se escucha por dentro. La música que no se sabe música, y que en su quejío mismo se sigue estremeciendo cuando se sabe que aquel recuerdo y nostalgia sigue toreando como alegoría de todos los tiempos.