España

Actualmente vivo un romance con mi país. Cada día me gusta más, no tengo ninguna intención de salir si no es estrictamente necesario y no sueño con conocer Oslo sino Trujillo. Me gusta especialmente en otoño, cuando España se quita el disfraz de sí misma y se repliega en una serenidad elegante, como las mujeres que ya se despiertan bellas.Pero no siempre fue así, yo crecí sin un especial orgullo por mi patria . Llevaba mi origen con naturalidad, como quien lleva un nombre compuesto, un signo del zodíaco o unos cuernos. Ser español era para mí solo un hecho administrativo, algo que no merece ni demasiado orgullo ni tampoco lo contrario.Esto no tiene que ver con la leyenda negra. Mi problema no era con la historia sino con mis compatriotas, a muchos de los cuales despreciaba y que contaminaban mi percepción general. No era España el problema sino más bien los españoles. Me sentía rodeado de gente fanática, maleducada, terriblemente vulgar; gente agresiva, presa de un desprecio hacia todo, lejana de lo espiritual y aún más de esa virtud que solo nace de la cultura y del arte y que se concreta en una manera de estar en el mundo que, por supuesto, no veía.Pero estaba equivocado. Hace unos veranos estuve con mi heredera en Breda -lo que hace uno para no salir de Castilla-, admirando esa ‘Spanjaardsgat’ por la que Spínola dejó salir con honores militares al pueblo de Breda tras tomarlo sin una sola baja, sin saqueo y sin humillaciones. En ese lugar, el núcleo de los Oranje-Nassau y, por lo tanto, el epicentro de la leyenda negra , hablamos con sus gentes y, para mi sorpresa, no sólo nos trataron con respeto y sin recelo sino, incluso, con cierta fascinación. Hacía mucho que no veían a un castellano por allí, según nos dijeron. Solamente por eso nos abrieron el ayuntamiento para que pudiéramos ver la réplica de Las Lanzas que conservan. Y fuimos felices.Eran lágrimas de respeto a mis antepasados y a lo que mi pueblo ha sidoA la vuelta fuimos directos a El Prado para cerrar el círculo viendo la misma escena en su versión original. Y allí sucedió el Stendhal. Delante de Velázquez, de Spínola, de Felipe IV, de Alatriste… me dio por llorar. Fue un llanto breve y contenido, las lágrimas discretas de un hombre que apretaba la mano a una niña que, a su vez, le consolaba con la mirada, como dando la vuelta a la vida.Eran lágrimas de respeto a mis antepasados y a lo que mi pueblo ha sido; fue un recuerdo de esa Breda que acababa de dejar y donde hasta los vencidos nos recordaban con respeto.Y entendí, de golpe, que esa bandera representa un modo de ver el mundo y de entender al hombre y no solo a los mediocres que la pitan hoy. Esa bandera es Velázquez, Goya, Lorca, Cervantes, Ribera y Belmonte. Unamuno, Camarón, Séneca, Quevedo, Calderón, Albéniz, Dalí y Ramón y Cajal. Es Gaudí, Falla, Machado, Miguel Hernández, Teresa de Jesús, Paco de Lucía e Iñigo de Loyola. Pero esa bandera son también mis abuelos, mis bisabuelos y los miles de ancestros que la han defendido para que yo esté hoy vivo y que no entenderían por qué sus descendientes desprecian su sangre, su obra y sus símbolos.Y es una pena, pero alguien tiene que decírselo: los que silban la bandera, no desprecian España . Todo odio es autoodio, así que, en realidad y como seguramente me pasara a mí, solamente se odian a sí mismos. Y, observándolos con detenimiento, he de decir que los comprendo perfectamente.

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