Togas bajo sospecha
ESTÁN revueltas las togas en el Tribunal Constitucional. También arrugadas. Incluso las hay con manchas imposibles de quitar. Sobre ellas se amontonan sospechas de parcialidad de sus miembros, hasta el punto de poner en tela de juicio toda la institución. Después de 44 años de existencia, hoy la sede del tribunal no se adorna con el sol radiante del optimismo, sino con las nubes grises del desengaño. A veces, lo doloroso y amargo del tiempo es la pérdida de esperanza.Seguro que el lector habrá intuido que este comentario viene a cuento de la crisis que se vive en el tribunal, debido al baile de recusaciones en los recursos de amparo y cuestiones inconstitucionalidad respecto a la Ley Orgánica 1/2024, de 10 de junio, conocida, en síntesis, como ley de Amnistía. Pues bien, aunque pienso que bastantes de esos incidentes planteados, incluida la recusación del magistrado José María Macías por el fiscal general del Estado, no descansan en razones estrictamente jurídicas, sino, muy al contrario, en motivos descaradamente espurios, ello no me impide sostener que algunos de los recusados inspiran temores justificados de ausencia de imparcialidad y que, como hizo el magistrado Juan Carlos Campo, ante semejantes recelos, lo correcto es abstenerse sin esperar a ser recusado. La imparcialidad como manifestación de la independencia pertenece al patrimonio moral del juez y nada como su conciencia para saber lo que se debe hacer. El propio Tribunal Constitucional lo ha declarado en no pocas ocasiones –sirva de botón de muestra la sentencia 69/2001, de 17 de marzo–, al expresar que en el ámbito de la imparcialidad «las apariencias son muy importantes porque lo que está en juego es la confianza que, en una sociedad democrática, los tribunales deben inspirar». Sí. Algo grave está pasando en el supremo intérprete de nuestra Constitución al margen de que algunos no se den cuenta de lo que pasa. El hecho de que el tribunal quede ante los ojos de la gente como un órgano compuesto por jueces que deciden en función de sus adscripciones ideológicas, es algo que a cualquiera tendría que llenar de preocupación, pues lo que llega a la opinión pública es la idea de que se trata de una institución en la que los intereses de los partidos priman sobre la Ley y el Derecho y sus magistrados y magistradas son unos ridículos títeres de feria al servicio del poder político. A la memoria me viene el gran León Felipe cuando afirmaba que la justicia mezclada con la política era «una pantomima, un truco de pista, un número de circo». Si con la justicia se buscan rentabilidades políticas, entonces sobran los tribunales y basta la intriga. Quien esto escribe profesa una fe casi ciega en la Justicia. Por eso no la concibe como una forma de dominio y patrocina un Tribunal Constitucional independiente, en el sentido gramatical de la palabra. O sea, que sus miembros no dependan de nada ni de nadie. Lo que lamentablemente ocurre es que la autonomía del juez, antes respetada y respetable, resulta coartada por la influencia de unos políticos que ya sabemos lo que son y como son. Y es que cuando un juez vende su alma al «diablo político», ha de saber que llegará un día en que ese traficante de principios le pasará factura de las prebendas que le entregó a cambio de la conciencia. Quede claro que no se trata de echar las culpas a los magistrados y magistradas del Tribunal Constitucional, sino a los propios políticos que los designan y a las pruebas me remito. En todo caso, retiraré mi tesis el día que los nombramientos se realicen sin polémica y se caractericen por el auténtico prestigio jurídico y elevada categoría moral de los elegidos. No por el encaje de sus puñetas.SOBRE EL AUTOR Javier Gómez de Liaño es abogado