Un, dos, tres… tócala otra vez, Manuel

Qué tendrá ese instrumento que hasta quieto parece que quiere hablar. Qué sabrá la guitarra que nosotros no sabemos, qué sentirá cuando no la vemos. Quién la hizo novia del flamenco, quién le esculpió el cuerpo, quién le puso nombre de mujer. Por qué se enamora de sus propietarios, por qué teniendo los mismos atributos suena distinta, por qué según quien la acaricia cambian sus facciones. Ella se mete dentro de quien la hace sonar, absorbe a través de su boca, ese agujero negro que reposa debajo de las cuerdas, el espíritu y el corazón del que la corteja. Tiene vida propia, pero no autonomía. Su libertad es la libertad de su dueño, al que le multiplica el alma, al que le potencia la sensibilidad. Arma que protege, que dispara música, que regala vida. Hasta el Espacio Turina venimos en busca de la de Manuel Valencia, que nos promete un viaje a través de las tres dimensiones de su jeva, un paseo por las tres orillas de lo jondo, por los tres lugares por donde las cuerdas dejan las pisadas de sus destellos. El acompañamiento al cante, al baile y el monólogo. Es la recta final de la Bienal, pero el aficionado continúa pletórico. La gente habla sobre lo que ha visto, saca como divisas sus vivencias, se pavonea de lo que su mirada ha atrapado, lo que su pecho ha embebido. Lo hacen hasta que la megafonía avisa de que faltan cinco minutos para que comience el lío. Los móviles en silencio, los sentidos alerta. Se hace una oscuridad total. Suenan por los altavoces ecos antiguos. Pasos silenciosos. Pasados unos segundos aparece una claridad tenue, de flexo en mesa de estudio. Adelantados están David Carpio y Antonio ‘El Choro’. En el fondo del escenario, sentado, aguardan Manuel Valencia y su guitarra. Carpio canta sobre las tres orillas, El Choro baila. Cuando termina el preludio, los dos se marchan y dejan a solas a la pareja. En una intimidad pública, en un a solas compartido. La de madera lleva un tatuaje sobre su pecho, acaso una marca de nacimiento: ‘MV’.Empieza el toque como empiezan los tonteos de los que no necesitan romper el hielo, de los que tienen la pasión al día por más años que hayan pasado juntos, por más de memoria que se sepan sus defectos. Hablan de cosas bonitas. De cuando se conocieron los dos en Jerez. Y de ahí pasan al reproche. Discuten a su manera. La puerta del tiempo y Tierra Negra. La audiencia, envidiosa, les subraya la química con oles que salen de lo irrefrenable. No sé cuál de los dos es el que pide que entre la percusión. Manuel coge la silla y se ponen a la verita de Carlos Merino. Lo invitan a porfiar y los ritmos de la caja preparan una alfombra para que El Choro la emprenda contra el suelo a zapateos. El bailaor es un náufrago del compás, sus pelos se mueven al son de sus pies. Hacen el ritmo en comunión, se arrebatan en hermandad. Valencia mueve sus dedos a la velocidad del rayo, como si esprintara con las yemas. Cuando explota todo y acaban de recorrer esta parte de su relación, en las manos del músico está jadeando la mujer. La silla ahora se traslada al otro continente del escenario, donde los espera Carpio. Acompañamiento al cante. Se compenetran para acometer ese terreno. Se visten de voz de voces, ahora son ellos los que bailan en estático. Manuel mira al cantaor disfrutando mientras éste se desgañita. La luna gitana se contonea en la ventana. La guitarra edifica un carril por el que transita un tono que traspasa la barrera del sonido. Cambia todo cuando se engalanan de fiesta y la letra se junta con la percusión. Vuelve el vértigo a los trastes. El jerezano mira hacia arriba y atiende las súplicas de quien le está pidiendo más. Cómo se puede hacer de lo rápido algo delicado. Cómo se puede sofisticar la velocidad. Es el misterio del soniquete eterno.Están cansados y es ella la que quiere volver a la privacidad de su centro. Regresa una oscuridad clandestina y se regalan una travesía de pasajes dulces, románticos. Luego la noche se convierte en fragua y las cuerdas llaman al gimoteo, al lamento. Carpio canta por martinetes. El metal remueve. Los despierta un taconeo. La madrugada dura segundos. El Chorito cuando tiene la atención se queda quieto, sus pies pintan ahora con lentitud en el suelo una figura, como cuando los toreros dibujan una cruz sobre el albero. Se hace un silencio de los que asustan, de los que hacen que se escuchen los latidos. El onubense mira al frente asomado al precipicio de las tablas. Está esperando a que se alineen los astros. En cuestión de segundos se arma un terremoto. Una avalancha hace que, desde el teatro, el mundo parezca a punto de derrumbarse. Se aprietan los cabos sueltos de lo interior. Embobado en el apocalipsis, Manuel agarra el cuello de su guitarra. Las palmas se unen al jaleo. Hace lo propio Carpio echando un puñaíto de cante al conjuro. El que baila desmiente a la gravedad, el que toca rasguea como si todo fuese a convulsionar. La sonanta se está piropeando a sí misma, ahora sí que parece que va por libre. Que alguien le dé un DNI, que la empadronen en la calle de la belleza. Se unen sus tres dimensiones, el puzzle completo son las grietas del disloque. Y pum. El público pega un brinco y comienza a aplaudir sin medida. Son gritos reprimidos. Alaridos de gloria. Más de tres minutos de ovación hacen que a Manuel Valencia se le dibuje en la cara una mueca de plenitud. Tiene a su compañera cogidita del talle, pero se la tiene que entregar a Carlos Merino. Ahora las palmas del público son a compás, es el rugido de lo inapelable, el politono de la unanimidad. Merino coloca a la mujer en la silla. Su dueño se arranca en una pataíta que es un monumento a lo incontenible, una oda a la euforia. Baila por no llorar de alegría. Ha puesto bocabajo el Espacio Turina en la Bienal.

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