Los tres monos

Cada día los europeos nos parecemos un poco más a los tres monos de la Sabiduría, mencionados por primera vez hace 2.500 años por el filósofo chino Confucio. Según Confucio, la Sabiduría requiere no mirar, no escuchar y no decir nada. Tradicionalmente, en Asia, esta supuesta Sabiduría está representada por tres monitos que se tapan la boca, las orejas y los ojos. ¿Acaso somos nosotros monos y la Sabiduría occidental consiste en esconderse? No: Confucio es, en principio, la antítesis del pensamiento occidental . Así que no somos monos, pero jugamos a serlo. Peor aún, en este momento de la historia nos parecemos mucho a ellos ante las dos guerras que tenemos a las puertas. Nos amenazan más directamente de lo que nos gustaría oír, en Ucrania y en Israel. No queremos saber, ni oír ni decir que la victoria de los ucranianos es urgente, deseable tanto para ellos como para nosotros. Del mismo modo, no queremos saber, ni oír ni reconocer que la victoria del Ejército israelí contra los dos terroristas iraníes, Hamás y Hizbolá, es tan deseable para los israelíes como para nosotros.¿Por qué Ucrania? Si Rusia gana, esta victoria significaría la muerte definitiva de cualquier noción de derecho internacional, de cualquier utilidad de la diplomacia y de las instituciones que, mal que bien, han contribuido a estabilizar el planeta desde 1945. Más allá de Ucrania, la victoria de Putin desestabilizaría Europa. Porque, dentro de esta, de forma fragmentada, unos elegirían una alianza con Estados Unidos, mientras que otros optarían por la ceguera pura y simple, sin ocultar que una falange –Hungría, pero quizás también Eslovaquia y Rumanía– se uniría a la Rusia imperialista. Más allá de la balcanización de la Unión Europea, una victoria de Putin, aunque fuera parcial, sería también un estímulo para todos los dictadores ávidos de sangre y de conquistas. Estos no escasean, en Irán, China, Corea del Norte, Libia o Etiopía, por nombrar solo los más evidentes. Del Estado de derecho internacional, por mediocre que sea y fragmentado que esté, volveríamos al estado salvaje, a la época de la barbarie.¿Y qué decir de Israel? No confundamos a nuestros enemigos ni nuestras simpatías. Cualesquiera que sean los métodos utilizados en uno u otro bando –ninguno de los cuales es encomiable en esta guerra de exterminio–, el enemigo para nosotros es el terrorismo, no Israel. La ambición de Hamás, y de Hizbolá, insistimos, no es solo la desaparición total del Estado de Israel y la expulsión de todos los judíos desde el Jordán hasta el mar. En la enardecida mente de los mercenarios de Irán, esta ambición apocalíptica no es más que la primera etapa de la restauración de una teocracia islámica. Esta no se limitaría al mundo musulmán, sino que también abarcaría Europa Occidental. Pero no olvidemos que este terrorismo islámico ya nos ha atacado en nuestro propio territorio y, ya sea en España o en Francia, se ha cobrado muchas víctimas. La primera victoria islamista es que esta amenaza terrorista ya ha transformado nuestras sociedades en Estados policiales. ¿Un Estado palestino como solución milagrosa a estos conflictos? Solo podría contemplarse después de haber exterminado los movimientos terroristas y neutralizado a Irán.Evidentemente, es más cómodo hacer como los monos o ponernos del lado de los monos compadeciéndonos del destino de los palestinos o simpatizando con esos pobres rusos, rodeados, como les dice Putin, por la OTAN. ¿Cómo explicar que se haya vuelto tan difícil enunciar los hechos, decir simplemente la verdad, la verdad que coincide con la realidad? Nuestra ceguera o pusilanimidad, según el caso, forma parte de una era, una época social e ideológica en la que la noción misma de verdad se ha vuelto sospechosa. En la era de las redes sociales y de lo que tenemos que llamar trumpismo, putinismo o propaganda china, cada vez es más difícil, salvo que se disponga de información propia y de una cultura amplia, separar lo verdadero de lo falso. Y lo que es peor, en nombre de una democracia distorsionada o de un respeto excesivo por los ‘influencers’ jóvenes e ignorantes o los periodistas sin conciencia profesional, nos abstenemos de denunciar lo que a todas luces es mentira, conspiracionismo y, sobre todo, estupidez. Aquel que denuncia la estupidez y manifiesta lo que es verdadero y real es visto como un viejo reaccionario, irrespetuoso con la dignidad de los imbéciles. Dicho esto, pueden adivinar que no busco la popularidad ni pretendo que me inviten a participar en debates en televisión. De hecho, cada vez quedan menos lugares para la libre expresión. Sobreviven casi exclusivamente en la prensa escrita, donde todavía se puede, espero, hacer gala de audacia y de independencia. Por desgracia, defender lo verdadero y lo real va a ser cada vez más difícil, no sólo por la contracción de los canales de libre expresión, sino también porque tendremos que luchar contra la inteligencia artificial. La inteligencia artificial hará que a los lectores y los oyentes les resulte cada vez más difícil distinguir lo verdadero de lo falso. Me objetarán que este debate no es del todo nuevo. En su día llevó a Sócrates a ser juzgado y condenado a muerte por no renunciar a su libertad de pensar y expresarse. Evidentemente, yo no soy Sócrates, pero recemos para que el mayor número posible de personas se inspiren en su libertad, su valor y su intransigencia. Si los monos de Confucio encarnan la Sabiduría de Oriente, la nuestra se sitúa en el extremo opuesto, en el lado de la palabra y de la indignación, con Sócrates.

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